José María Ruiz Soroa-El Correo

  • La izquierda es incapaz de hacer convivir en una práctica política coherente la descripción del mundo que proclama y su vida como seres de carne y hueso

Permítanme volver a un suceso que resulta ya evanescente en esta acelerada realidad que vivimos, pues me sirve, más allá de su individualidad, como parábola explicativa. Me refiero al caso de Íñigo Errejón, el político que denunciaba en una ya famosa carta: «Mi persona se había convertido en un personaje». Y como tal personaje, continuaba, estaba preso por todas las constricciones estructurales de la sociedad patriarcal, consumista y neocapitalista en que vivía. Quería escapar de ello y volver a ser persona.

Lo más sugerente de esta carta y de la escisión vivencial que pinta consiste en aceptar su juego de lenguaje y continuarlo un poco más. Así, por ejemplo: ¿quién la escribe, la persona o el personaje? ¿Quién es ese yo que justifica de tapadillo la conducta que le va a ser reprochada enseguida? ¿Quién viene a decir que ‘no fui yo’, sino que fue ‘mi circunstancia’; no fue mi libre albedrío, sino que fueron los determinantes estructurales? Sin duda, el psicoterapeuta que le atiende tendrá mucho que decir acerca de la carta a la persona Errejón, plausiblemente haciéndole ver que hasta en el momento de reivindicar su persona ha caído en la tentación de disfrazarse de personaje.

Dejemos por un momento el humanamente triste caso de este nuevo candidato al linchamiento por la sólita turba moralista y alcemos un poco la mirada para intentar comprender el caos vivencial en que se sumen los nuevos izquierdopopulistas, el mismo que atenazaba en su día al marxismo más ortodoxo. Que consiste, y pido perdón por recurrir a términos a primera vista un tanto abstrusos, en practicar simultáneamente dos tipos incompatibles de filosofía de la conciencia: la filosofía en primera persona y en tercera persona.

Cuando la izquierda describe y explica el comportamiento del ser social recurre a una filosofía en tercera persona: describe una conciencia personal en gran parte determinada y preconstituida por sus condicionamientos sociales, económicos o culturales. En el caso concreto del izquierdismo feminista, el comportamiento de los seres humanos viene determinado, sobre todo en el caso de los hombres, por estructuras socioculturales sólidamente enraizadas y altamente efectivas para producir un tipo de comportamiento machista, agresivo, dominante, sesgado y opresor. Una frase rimbombante, que retuerce bobamente la ontología aristotélica, lo resume: «Todos son violadores en potencia». Más allá de su personalidad propia, hay determinantes biológicos, sociales y culturales que someten a los hombres a una sospecha permanente porque serían como bombas esperando que una chispa convierta en acto su sustancia explosiva.

A este tipo de explicación se la considera hecha en tercera persona porque solo es posible formularla desde una reflexión sobre los demás o sobre la sociedad en general. Nadie puede formularla con un mínimo de seriedad cuando piensa en sí mismo (en primera persona), porque experimenta en su propia conciencia la realidad insondable de su libertad. Yo sé que, al final, todo sumado, soy yo el que decide. Y lo sé porque experimento la responsabilidad por lo hecho. Esa especie de giróscopo moral que es la culpa me impide comprenderme como una cosa predeterminada por estructuras o culturas. Así estamos culturalmente forjados los seres humanos, como sujetos, y así afrontamos la tarea de vivir.

Pues bien, digo que las izquierdas están hundidas en una contradicción porque, arrancando como arrancan de una descripción de la sociedad como jaula de barrotes predeterminantes para la persona, cuando una persona concreta viola la norma le atribuyen una responsabilidad personal como ser libre que transgredió con plena conciencia y voluntad. Lo lógico sería tener en cuenta la escasa capacidad del individuo para escapar a su circunstancia. Lo congruente sería que los predeterminantes de la acción funcionaran como atenuantes de sus actos. Pero no, llegado el momento del delito (¿pecado?) la izquierda recurre al personalismo individualista más exacerbado. Lo personal es político, que pague por sus crímenes como si fueran fruto exclusivo de su desvío de carácter.

Es la matriz rigorista y clerical del pensamiento de la izquierda cultural contemporánea. Se terminó aquella época en que la pobreza o la necesidad atenuaban en parte el delito a los ojos del socialismo y del pensamiento ilustrado. Para la nueva izquierda cultural, nada dulcifica el juicio sumario que merece el agresor, porque al final delito y pecado son uno y lo mismo.

Hará mal la izquierda en pensar que esa incongruencia es solo la de un individuo que decía una cosa y hacía otra. Eso es normal, ha sucedido siempre y sobre todo con los grandes pecadores. Pensemos en San Agustín. Nadie ha sido predicador más fogoso de la virtud que su infractor avergonzado. El problema de esta izquierda no es ese, sino el de su incapacidad para cohonestar en una práctica política coherente la descripción del mundo que proclama y su vida como personas de carne y hueso. Por eso todo le explota en las narices.