Ignacio Camacho-Abc
- El muro contra la alternancia tenía una función suplementaria: evitar que las evidencias de corrupción lo atravesaran
LAS cárceles están llenas de personas honestas, si se pregunta a los presos. Otra cosa es la culpabilidad, que determinan los tribunales en el Estado de derecho. Un enchufe en una diputación o una cátedra a dedo pueden no constituir delito y al mismo tiempo ser un escándalo ético, tanto más grave cuanto más estrecho sea el parentesco con, por ejemplo, el jefe del Gobierno. La sospecha es incompatible con la dignidad del cargo, dijo un primer ministro portugués –inocente, por cierto– y dimitió en ese mismo momento. Su colega español, o sea Sánchez, prefiere usar el puesto como parapeto para sí mismo y para sus familiares, subordinados y compañeros a quienes la Justicia investiga a ritmo más bien lento, tan lento que las pesquisas y diligencias pueden durar el mandato completo mientras los afectados se amparan en el aforamiento, limpian a fondo los mensajes de sus teléfonos y borran sus cuentas de correo. Si los jueces del Supremo empezasen a dictar prisión preventiva en el caso de Ábalos Meco –ay, los nombres parlantes de Homero– con el mismo celo que pusieron los de la Audiencia en los sumarios de Gürtel y Púnica, los imputados y sus cómplices cantarían a coro el ‘Tremenda vendetta’ de Rigoletto. Gracias a ese saludable rigor garantista de la democracia, el presidente aún puede defender la honestidad de su gente en el Congreso. Ya veremos cuando acaben los procesos.
Claro que entonces quizá la legislatura también haya concluido, blindada por unos socios que miran para otro lado por no perder el chollo de tener al Ejecutivo en sus manos. Resulta conmovedor el esfuerzo de los Rufián, Nogueras, Aizpurúa y compañía para tragarse cada día un nuevo sapo y fingir que no se dan por enterados; al fin y al cabo les une la solidaridad de pertenecer a partidos trufados de dirigentes y militantes con amplio currículum penitenciario: sediciosos convictos, terroristas sin arrepentir, malversadores sin amnistiar y prófugos con título de ‘honorable’ bajo orden de arresto inmediato. Con esos antecedentes cómo les va a incomodar el (presunto) amaño de obras públicas, la nada presunta contratación de prostitutas-amantes o las relaciones con narcos (bueno, esto sí pero sólo si se trata del adversario aunque fuera hace treinta años). Y respecto a los votantes, la corrupción no suele salir penalizada: Rajoy ganó dos elecciones con medio PP madrileño en la trena y su propio nombre en los papeles de Bárcenas. A Sánchez le basta con señalar la sombra de la ultraderecha para que seis o siete millones de ciudadanos se muestren dispuestos a renovarle la confianza con los ojos cerrados, los oídos tapados y la nariz pinzada. Lo llamamos polarización pero sólo es un estado colectivo de autoconvicción sectaria. El famoso muro no fue levantado tanto para obstaculizar la alternancia como para impedir que las evidencias de putrefacción lo atravesaran.