Jon Juaristi-ABC

  • Nuestra arraigada tradición picaresca nos permite adelantarnos a la gran nivelación que trae consigo la inteligencia artificial

No siempre es posible separar la picaresca de la corrupción, sobre todo en la cosa política, pero está claro que no se trata exactamente de lo mismo. Una definición benigna de ambas establecería, cuando menos, una diferencia de grado (como entre los tumores, ya que hablamos de benignidad): la picaresca sería una forma no especialmente dañina de la corrupción, aunque pueda derivar en esta si no se extirpa en sus fases tempranas.

Sin embargo, en nuestro Siglo de Oro, la picaresca era mucho más reprobable que la corrupción de los poderosos, que se toleraba como una fatalidad. A nadie le preocupaba demasiado cómo hicieran los grandes su fortuna. Desde la Edad Media, se daba por sentado que el esplendor de las casas nobles venía del saqueo y la rapiña (ya desde el Renacimiento se permitió lucrarse de estas actividades a la clase de tropa, sobre todo cuando no se les podía pagar la soldada). Recuérdense los versos de Jorge Manrique sobre su señor padre, quejándose de que no le había dejado muchos tesoros ni vajillas, a pesar de las zurras que metió a los moros.

El pícaro, por el contrario, era mucho peor que el caballero por su radical amoralidad, que consistía en pretender ser lo que no era. En la sociedad estamental, donde cada quisque tenía su lugar asignado a perpetuidad desde su nacimiento, tal conducta no tenía perdón de los hombres ni de Dios, que los quería a todos en su estado correspondiente hasta que la muerte los igualara con su rasero. En cambio, la modernidad promovió la figura del trepa, del ‘social climber’, del escalador sin escrúpulos, porque era el tipo humano necesario para el progreso y para el capitalismo.

Tampoco es que el pícaro y el burgués correspondieran a un mismo tipo moral. El burgués era más productivo. En España, cuya economía estaba lastrada por una rígida organización estamental y cuyas lenguas desconocían el concepto mismo de ‘burgués’, sobreabundó el pícaro, que es el modelo que todavía seguimos exportando, reputándolo tácitamente como un modelo universalizable para la posmodernidad.

Un modelo actualizado. Noelia Núñez, por ejemplo, no es la pícara Justina. Se parece mucho más a Begoña Gómez, por más que Feijóo insista en la radical diferencia entre las del PP y las del PSOE. En lo de inflar el perro a base de imposturas académicas, la ‘influencer’ de Fuenlabrada no está muy lejos del Doctor Fraude y señora. Por otra parte, las fullerías de uno y otras no son materia de persecución penal (en todo caso, las infracciones criminales caerán del lado de quien les conceda, por ejemplo, una cátedra universitaria), porque las titulaciones académicas, en España, no son requisito necesario ni para ser ministra de Educación. En esto somos ya pioneros de la impostura y devaluación universales de las titulaciones que provocará la IA.