FERNANDO VALLESPÍN-El País

  • Si se intenta instrumentalizar las Instituciones con fines partidistas, el mecanismo estabilizador del conflicto deviene en su contrario

Viendo la Eurocopa se entiende por qué los griegos organizaron los Juegos Olímpicos. Carentes de algo parecido a una organización política que les integrara a todos, de vez en cuando necesitaban reafirmar su unidad compitiendo entre sí. Es contraintuitivo, porque a primera vista parece que podría provocar lo contrario, acentuar sus diferencias más que lo que tienen en común. No en vano, cada cual apoyaba fieramente a los suyos, a los que se enfrentaban en nombre de cada una de las ciudades-Estado. Sin embargo, por algún misterioso mecanismo, el efecto era más integrador que divisor, servía como medio para sublimar las disputas entre ellas. Nada integra más, diríamos, que ritualizar el conflicto.

Una observación parecida hizo Maquiavelo al abordar la cuestión de qué fue lo que hizo a Roma tan grande y estable. Con su habitual perspicacia detectó que el secreto estaba en las continuas disputas entre la plebe y el Senado patricio; ambos participaban del Gobierno, pero competían entre sí, y -misteriosamente, de nuevo- lejos de que esto provocara el derrumbe de la República, consiguió hacerla libre y poderosa. Y este es también el truco de la democracia, lo que los autores franceses M. Gauchet y C. Lefort llaman el “milagro democrático”, que la continua contenciosidad interna estabiliza, no disuelve. También podríamos llamarlo el poder integrador del conflicto, que en esta forma de gobierno se escenifica en los continuos choques entre Gobierno y oposición.

A la vista de lo anterior, tampoco debemos preocuparnos demasiado por los elevados niveles de contenciosidad política que observamos en nuestro país. O quizá sí, porque el presupuesto para que este extraño mecanismo funcione es que las partes contendientes se atengan a las normas y obedezcan a los árbitros. Que la competición, por muy encarnizada que sea, respete las reglas de juego. Eso es lo que hace, además, que la victoria sea más satisfactoria, no que se consiga haciendo trampas o mediante chanchullos. Fíjense que ahora mismo no cesan de hacerse imputaciones a los árbitros por parte de las dos grandes fuerzas políticas; unos las acusan de partidismo, otros se quejan de que no son respetadas. El Tribunal Constitucional, desde luego, también el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo, el Tribunal de Cuentas; incluso la Abogacía del Estado. Quienes alegan la falta de respeto, como el PP, no tienen inconveniente en negarse a la vez a cumplir con su obligación constitucional de renovarlas, porque tal y como están les son más instrumentales, claro. Y quienes las ponen bajo sospecha, el PSOE y Podemos, aluden a esa misma negativa para afirmarse en su posición.

Ese tipo de instituciones no son nunca “piedras en el camino”, y si lo son es, precisamente, porque los partidos se han servido de ellas para tratar de evitar su imparcialidad. No apunten al árbitro, apunten al procedimiento a través del cual es designado. En todo caso, discutan, peleen, grítense lo que quieran, ya saben que es terapéutico -de esto saben mucho los matrimonios-. Pero si tratan de instrumentalizarlas con fines partidistas, el mecanismo estabilizador del conflicto deviene en su contrario, en la rasgadura de ese delicado tejido que sostiene la convivencia. Así cayó la república romana, así se entró en el síndrome de Weimar.