Miquel Giménez-Vozpópuli
El 18 de mayo fue el Día Internacional de los Museos. Es bueno que nos vayamos preparando para ingresar en uno de ellos
Somos piezas de museo, personas de hábitos y espíritu solo útiles para figurar en un catálogo de curiosidades, como en aquellos gabinetes decimonónicos en los que se exhibía todo tipo de extrañezas para asombro, deleite y temor por parte de los asistentes. Están disecando el siglo veinte y quienes nos resistimos a que nos abran en canal para rellenarnos con el serrín de las nuevas normalidades acabaremos, más pronto que tarde, en una vitrina cualquiera. Todo lo que nos concierne está pasado de moda, descontextualizado y un estorbo a ese progreso que, francamente, servidor no sabe ver por ninguna parte.
Se nos pretende arrinconar en una galería mal iluminada y fuera del circuito del gran museo de la novísima normalidad, embalados en cajas de madera y etiquetados como piezas sin interés. Hemos devenido en la herencia de unos tiempos en los que se vivía con ilusión, con alegría, con pasión, y eso no conviene a los que han decidido que el futuro estará hecho con mascarillas de hipocresía, con guantes ideológicos para que no se note si te manchas con la vileza y con pantallas, muchas pantallas, que nos separen irremediablemente a los unos de los otros.
En ese mundo triste, uniformado y totalitario es lógico que no tenga cabida el abrazo de dos amigos que se rencuentran o el beso apasionado de los amantes; en ese futuro que nos preparan no podrá darse el callejeo del vagabundo que busca entre adoquines y lunas llenas la inspiración para escribir versos desgarradores o el insomnio del escritor que no atina con el desenlace de su novela, que siempre habrá de ser amargo y dulce a la vez; no podremos ser espontáneos, ni ácidos, ni siquiera cursis, cursis en el amor, en los discos que escuchamos cuando nos flaquea el alma al recordar un adiós pronunciado por aquellos labios que tanto amamos.
Ese será el peor de todos lo crímenes, recordar que hubo un tiempo en el que fuimos capaces de soñar y construir con ese material edificios hermosos, con piedras cargadas de razón y lógica»
No nos van a dejar ejercer el derecho al pataleo, porque todo serán aplausos orquestados con puntualidad germánica al dictado del Gobierno, ni tampoco cantar canciones injuriosas contra la autoridad competente. La poderosa plancha social nos dejará a todos con la raya del pantalón ideológico perfecta, rectilínea e indiscutible. La arruga ya no será bella y la memoria estará condenada al ostracismo social. Ese será el peor de todos lo crímenes, recordar que hubo un tiempo en el que fuimos capaces de soñar y construir con ese material edificios hermosos, con piedras cargadas de razón y lógica.
En esos museos que intuimos desinfectados, pulcros, ordenados e insípidos solo tendrá sitio lo que el poder decida qué es digno de ser visto por el ordenado pueblo que, en fila india, desfilará con un chip en la nuca programado para la exclamación admirativa y el gesto reverente. No tendremos siquiera un memento mori, una simple placa que diga “Aquí se creyó que la libertad, aunque sea caótica, siempre es preferible al orden que se fundamenta en un sola manera de pensar”.
Nuestra generación ni siquiera podrá calificarse como perdida, porque será inencontrable»
Serán museos a là soviètique, con frío helador en la estética y rigidez de mandíbula de los cicerones. Y a nosotros, librepensadores decadentes, anarquistas pacíficos, liberales de corazón y de sentimientos, no nos permitirán siquiera la postrer venganza de que nos vean los niños para demostrar cuan primitivos, fascistas e insolidarios éramos. Nuestro destino, si Dios no lo remedia, es el almacén de los trastos viejos, entre mesas rotas alrededor de las que compartimos café y discusión y pilas de libros que nadie quiere leer, porque es mejor embrutecerse con telebasura servida hasta nuestro propio teléfono móvil.
Como seremos invisibles, nadie nos echará de menos. Nuestra generación ni siquiera podrá calificarse como perdida, porque será inencontrable. En una sociedad esterilizada, pasteurizada, sin más pasión que la del poder por el poder ni otra ideología que no sea la de uncir al yugo de la mentira autocrática a la gente no hacemos puñetera la falta.
Y ahora, padres y madres de la patria, continúen jugando a esa política que nunca lleva a ninguna parte que no sean sus escaños. Qué más da si la honradez, el deber, el honor, la risa, el talento, la creatividad, el humanismo, la empatía, la vida, en suma, acaba disecada en una sala con olor a humedad en el museo de la Nueva Normalidad. Mientras que no les quiten el sueldo, todo irá bien. ¿No?