Ignacio Camacho-ABC
- Sánchez quiere el estado de alarma pero no su coste político. Por eso echa por delante a los barones de su partido
De tanto salir en pantalla leyendo el prompter se le ha puesto cara de presentador de telediarios. Sólo que éstos suelen narrar hechos ciertos y Sánchez suelta embustes hasta cuando es sincero. Ayer se aproximó un poco más que de costumbre a la realidad en la descripción del sombrío panorama pandémico, pero se le olvidó que además de relator de datos es el presidente del Gobierno. Quizá decidió que tenía que compensar con un chute de cámara todos los planos que en los últimos días le habían birlado entre Abascal y Casado. Y cuando la nación esperaba alguna medida acorde con las circunstancias, cualquiera de las que se dejó pendientes en verano antes de irse a Doñana, hizo lo que el valentón cervantino: miró al soslayo, fuese y no hubo nada. Sólo estaba creando ambiente para un nuevo estado de alarma.
Es probable que el ya célebre «toque de queda» no encaje en ningún supuesto otro supuesto jurídico. Y aún hay especialistas que consideran que sólo cabría en los de excepción o sitio. Los decretos de las autonomías corren peligro de que los tumbe cualquier tribunal de criterio estricto o poco dispuesto a interpretar la ley con margen imaginativo. Pero Sánchez sabe que esa decisión es conflictiva y tiene un coste político; por eso necesita que se la pidan primero los barones autonómicos de su partido. O tal vez esté esperando a que los infectados pasen de tres millones -oficialmente sólo son la tercera parte, pero tendrá motivos para decir lo que dijo- a cuatro o cinco. También podría aventurarse a pactar con la oposición un marco legal distinto, bien tasado y medido, en el que nadie pueda usar el Covid como instrumento arrojadizo. Más o menos lo que cualquiera esperaría de un gobernante con sentido de la responsabilidad en un momento crítico.
En vez de eso nos dijo lo que ya sabemos: que hay que limitar los contactos y llevar un estilo de vida introspectivo cuando no solitario. Sólo que le corresponde principalmente a él ejercer la autoridad para que no haya ciudadanos que se salten las normas o desoigan los consejos y favorezcan el contagio. Y mientras no proceda así no habrá más que apaños, desiguales además por la estructura descentralizada del Estado. Ante esta nueva emergencia el poder vuelve a moverse muy despacio, a diferencia de ese virus al que alguna minerva todavía cree posible detener instalando semáforos de riesgo sanitario.
Después de haber abusado de la alarma, el Ejecutivo la ha convertido en tabú para protegerse de las protestas. Es lo único que parece haber aprendido de la experiencia. La gente, mientras, se ha puesto a hacer bromas sobre las fiestas de pijamas en Nochevieja, expresión de un ánimo resignado que mezcla pesimismo, humor, displicencia y desesperanza en la eficacia de las respuestas. Veremos si quedan ganas de cachondeo cuando se nos venga encima la tragedia. Que tiene pinta de ser muy seria.