DAVID GISTAU-ABC
Que la xenofobia es transversal, y no sólo patrimonio de la burguesía, lo demuestra el último desprecio a lo andaluz
RECORDEMOS aquel programa de televisión en el que Évole se llevó a Junqueras a conocer unas familias andaluzas. Para contar la expedición de Junqueras por Andalucía nos habría venido bien que ya estuviera acuñado el gentilicio «tractoriano» porque en verdad era la crónica del descubrimiento del mundo más allá de su linde rural y mental de un gran cateto. Por eso, la premisa del programa era falaz: partía de la idea de que el encuentro de catalanes y andaluces era el de civilizaciones que se desconocían mutuamente. Como si bajaran los marcianos y dijeran «Venimos en son de paz». No es cierto. Esa ignorancia del otro era un problema personal del «tractoriano», educado en la endogamia supremacista, en el achicamiento de espacios nacionalista.
Por otra parte, y esto también se le notó a Évole por la elección de las familias, existe un automatismo xenófobo en las pijerías catalanas según el cual los andaluces representan todo aquello que les permite desarrollar su complejo de superioridad. Lo más remoto. Lo menos desarrollado. Lo peor. El patio trasero de su supremacismo. La coartada perfecta para levantar muretes profilácticos inventando, por añadidura, informes de pureza de sangre vinculados con el otro lado de los Pirineos. Cuando a Inés Arrimadas la envían de vuelta a Cádiz, lo que surge ahí es la eugenesia nacionalista detectando corrupciones de raza, además de atrevidas ambiciones de mudanza social: ¿qué hace la sangre andaluza trascendiendo «el servicio», la condición de «la chacha», como decía Sostres cuando el castellano aún le olía a lejía? Eso sólo se permite haciéndose primero perdonar el origen mediante la sumisión al credo nacionalista.
Que la xenofobia es transversal, y no sólo patrimonio de la burguesía, lo demuestra el último desprecio a lo andaluz perpetrado por un cierto Baños, de profesión cupero. El «pisha», los finos y la incapacidad de pensar en términos complejos, he ahí Andalucía vista desde el cuarto de Baños, que ha de tener, el pobre, mucha culpa de origen que hacerse perdonar, si tanto sobreactúa el racismo.
El nacionalismo siempre aspira a la esencia incorrupta. Teme la sofisticación, el cosmopolitismo, lo abierto. Pero, cuando Otegui decía que no quería internet en pueblos como Lekeitio, sino sólo tradiciones y montañas sagradas, lo suyo al menos remitía a una pureza reaccionaria, casi carlista, que no destilaba el narcisismo de las élites nacionalistas catalanas. Éstas intentan consagrar una hazaña: hacer pasar la xenofobia por prerrogativa de ilustrados urbanos. Achicarse intramuros de lo agro y al mismo tiempo pretenderse un foco de irradiación sofisticada. Ir en tractor pero al Bulli. Y, por supuesto, odiar a los demás, despreciarlos, ignorarlos, sin por ello dejar de legitimarse como una víctima hasta de los árbitros. Ozú.