Lo primero que hay que señalar es que si estas consultas las hubiera ganado el Gobierno que las convocó probablemente no haría falta una reflexión. Esto es lo que en ambos casos se esperaba. Quizá porque se da por sentado que la democracia directa o plebiscitaria es sólo un complemento de la democracia representativa, de manera que lo habitual y deseable es que los ciudadanos se limitan a refrendar lo que le proponen sus representantes que, al fin y al cabo, son los políticos profesionales. Pero si, como ha sucedido recientemente, los gobernantes electos apuestan por un determinado resultado del plebiscito y los electores por otro es inevitable que se abra una grieta entre representantes y representados. Es lógico dado que si los ciudadanos convocados al plebiscito se pronuncian sobre una concreta cuestión, pero de especial trascendencia, en contra de las propuestas de sus gobernantes democráticamente elegidos, se produce una cierta deslegitimación de éstos.
Efectivamente, en la medida en que los ciudadanos prefieren la opción sostenida por la oposición o incluso por algunos representantes del propio partido del Gobierno en casos de especial polarización está claro que el mensaje que se manda al Ejecutivo es el de que ya no cuenta con la confianza de los ciudadanos, al menos en relación con la cuestión sometida a referéndum. Pero teniendo en cuenta que se trata por lo general de cuestiones muy trascedentes y de enorme impacto –ya se trate de la salida de la Unión Europea, de un acuerdo de paz conseguido muy trabajosamente después de muchos años o de decidir sobre la política de inmigración de un país integrado en la Unión– las consecuencias pueden ser políticamente devastadoras para el líder o el Gobierno que pierde un referéndum. La dimisión de Cameron en el Reino Unido y su sustitución por otro líder del mismo partido obedece a esta lógica, como en su día la dimisión del líder nacionalista escocés Alex Salmond cuando perdió el referéndum en Escocia. El que otros perdedores en otros referéndums no saquen las oportunas conclusiones, como ocurre en el caso de Colombia y de Hungría, tiene más que ver con la calidad de sus respectivas democracias que con otros factores.
El problema, además, es que un plebiscito sobre una cuestión de especial trascendencia, que puede ser muy compleja y estar revestida de un componente emocional muy intenso presenta indudables riesgos. De entrada, el que las únicas opciones posibles sean el sí y el no polariza tremendamente al electorado, y exige un esfuerzo de concisión y de simplificación por parte de los líderes políticos que defienden una u otra postura que, con frecuencia, conduce simplemente al maniqueísmo y a la propaganda pura y dura como hemos visto en las recientes campañas. El que sean los partidarios del Brexit los que hayan ganado el plebiscito en el Reino Unido dado su manifiesto desprecio por la evidencia empírica y su falseamiento de la realidad no es muy tranquilizador que digamos, por muchos motivos que tuvieran los electores para votar en contra de su Gobierno. Es importante tener en cuenta que los referéndums no suelen favorecer precisamente un debate público sosegado.
Lo mismo cabe decir de otros casos similares en que se apela directamente a los afiliados o simpatizantes de un partido político. La tentación de convocar a «las bases» para dilucidar cuestiones que pueden decidir perfectamente los líderes de un partido por sí mismos, como la de apoyar a un partido u otro a la hora de formar Gobierno, es siempre muy grande. Es lo que hemos visto estos últimos meses en España. Por supuesto, se da por sentado que las bases van a ratificar lo que ya han decidido previamente los líderes. En estos supuestos se trata más ben de justificar delante del electorado decisiones que pueden no resultarles demasiado comprensibles. Básicamente se trata de una delegación de responsabilidad, con la finalidad de eludir el coste político personal que para el líder puede tener adoptar una determinada decisión, en el caso español la de apoyar a un partido político «rival» o/y con abrumadores indicios de corrupción.
Otra cosa es que, en algunos casos, los referéndums puedan ser inevitables. A mi juicio, esto puede ocurrir cuando la división de la sociedad –sobre todo a nivel emocional– es tal que sus representantes son incapaces de llegar a acuerdos razonables y duraderos sobre cuestiones trascendentales para el futuro de esa sociedad. El mejor ejemplo es, quizá, el de la Ley de claridad canadiense. Una vez que la polarización social ya existe y que los representantes electos (que son, por otra parte, los que suelen provocarla o utilizarla en beneficio de sus intereses partidistas) no pueden remediarla, puede ser mejor coger el toro por los cuernos, eso sí, con prudencia y con las debidas garantías para no acabar políticamente malherido o muerto.
Porque los referéndums los carga la democracia representativa. O dicho de otra forma, se trata de un instrumento democrático de precisión, que no puede utilizarse de cualquier manera. Hay siempre muchas cuestiones que deben de abordarse antes de convocarlo. Son cuestiones tales como el índice de participación exigible para que el referéndum sea válido, cuál debe de ser la pregunta planteada, cuál es el porcentaje de votos necesario para considerar que una determinada postura ha vencido en la consulta, cómo debe de realizarse la campaña previa, etcétera, etcétera. Y, sobre todo, cuál será la concreta hoja de ruta a seguir con cada uno de los dos resultados y quién va a pilotarla. Son asuntos de enorme relevancia y que deben de ser analizados y decididos en cada caso concreto. En definitiva, se trata de determinar hasta qué punto el resultado del referéndum vincula políticamente al Gobierno que lo ha convocado. Porque no es muy difícil que los gobernantes derrotados encuentren excusas no ya para no abandonar el cargo sino incluso para matizar sus resultados; al fin y al cabo su mandato representativo sigue vigente.
LO QUE nos lleva a la siguiente reflexión: ¿por qué se convocan referéndums con el riesgo que suponen? Obviamente nadie que convoca uno espera perderlo, pero siempre hay una posibilidad y máxime en momentos de tanta incertidumbre política como los que vivimos. Las respuestas son tan variadas como las cuestiones planteadas y el contexto político en el que se plantean. Pueden responder a motivos puramente partidistas o de política interna (Cameron vs Farage en el Brexit), pueden convocarse para reforzar una posición gubernamental en materia de inmigración para soslayar los condicionantes políticos y jurídicos que impone la pertenencia a la Unión Europea (Hungría y su referéndum sobre la inmigración) o pueden servir para culminar una ardua negociación de varios años con un grupo terrorista y alcanzar un acuerdo de paz (Colombia).
Claro que también se puede pretender tener lo mejor de los dos mundos: ser elegido para adoptar decisiones complejas y endosárselas a la ciudadanía vía consulta para garantizarse la reelección. El mejor ejemplo pueden ser los famosos referéndums californianos que llevaron prácticamente a la quiebra a uno de los Estados más prósperos de Estados Unidos. El problema es que los políticos electos los utilizaban para preguntar a los votantes sobre los impuestos que deseaban pagar y sobre los servicios públicos que deseaban recibir. Y los electores –muy comprensiblemente– votaban a la vez por reducir los primeros y aumentar los segundos.
En definitiva, los referéndums en los tiempos que corren son un instrumento más de la democracia representativa, en la medida en que proporcionan a la clase política un margen de maniobra muy importante en momentos en que lo puede necesitar. Porque son los políticos los que van a decidir qué cuestiones se someten a consulta y cuando, y también los que van a establecer las reglas del juego para cada caso. Son también los que van a interpretar políticamente sus resultados. Conviene, por tanto, estar alerta y no dejarse manipular demasiado.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.