Cabe plantearse si los ciudadanos consideran que sus representantes públicos se ganan sus salarios y si están dispuestos a aumentar la plantilla del Congreso, como propone IU, mientras ven cómo la desaceleración disminuye los puestos de trabajo a su alrededor. La cuestión es que si no hay más diputados, no hay cambio posible en el sistema de reparto.
A Llamazares debe de parecerle que Saint Lagüe es un santo más laico a fuer de extranjero y a él elevaba sus plegarias por ver de recuperar lo que aquí abajo le había quitado una conjura entre la ley electoral, el sistema d’Hondt y el tsunami bipartidista, que es el hijo natural de los dos primeros.
El coordinador de IU comparecía ante la prensa en el Congreso para entonar una jaculatoria constructiva. Todo lo arreglaría la aplicación del sistema Saint Lagüe: ampliar en 50 el número de diputados, repartir los 50 escaños nuevos entre los restos nacionales y reducir a la mínima expresión la representación por provincia.
Según el coordinador general: «La fórmula Saint Lagüe es una de las que mejor cumple todas las propiedades de un sistema electoral proporcional cuando se aplica al tamaño de las circunscripciones que hoy establece nuestra Constitución». La frase no es un modelo de rigor descriptivo, aunque no se le puede negar cierto valor orientativo. Efectivamente, la fórmula Saint Lagüe es más proporcional que el sistema d’Hondt y mucho más que el mayoritario, pero menos que el sistema de proporcionalidad pura, sin salirnos del campo teórico. Cabe preguntarse por qué, una vez definidas como un bien deseable «todas las propiedades de un sistema electoral proporcional», no se opta por el que mejor las cumpla, sino por «uno de los que mejor cumple».
En realidad, los sistemas son convenciones para traducir los votos populares en representación institucional. Tanto el mayoritario como el proporcional tienen ventajas e inconvenientes: el primero tiende a acallar a las minorías, pero proporciona estabilidad. El segundo, justo lo contrario. Reino Unido o Italia, para gustos están los colores.
Llamazares ha sido el gran perjudicado en estas elecciones. También UPyD, el partido de Rosa Díez. La diferencia es que éste era una gran incógnita para sus votantes potenciales, mientras Izquierda Unida ha obtenido unos resultados bastante previsibles.
No ha sido la mecánica, don Gaspar, sino la política. Izquierda Unida ha empeñado mucho tiempo y esfuerzo en convertirse en una caricatura de sí misma, pero ambos le han cundido mucho, todo hay que decirlo. El seguidismo del PSOE durante toda la legislatura y sus llamadas a impedir la vuelta del PP al Gobierno tuvieron eco entre sus electores potenciales, que se tiraron al voto útil como un solo hombre; sólo el voto socialista masivo podría cumplir con eficacia tan loable empeño. Lo anterior no era obstáculo para que gobernaran algunos ayuntamientos con el PP. Mucho menos para que en el País Vasco sostuvieran mediante pacto de gobierno alcaldías de ANV, la marca con la que Batasuna burló la legalidad en las últimas elecciones municipales.
Cabe plantearse si los ciudadanos consideran que sus representantes públicos se ganan sus salarios y si están dispuestos a aumentar la plantilla del Congreso, mientras ven cómo la desaceleración disminuye los puestos de trabajo a su alrededor. La cuestión es que si no hay más diputados, no hay cambio posible. Ya se ha escrito que un sistema proporcional puro habría dado a IU 11 escaños más con los resultados del 9-M; UPyD habría ganado tres; los nacionalistas habrían perdido algún escaño y los dos partidos mayoritarios, 32 (17 el PSOE y 15 el PP).
He aquí una razón para la prudencia de Llamazares al renunciar al óptimo proporcional. Es más práctico que los 50 diputados necesarios para cuadrar las cuentas los pongan los ciudadanos que los partidos citados. No parece que éstos vayan a estar por la labor.
Santiago González, EL MUNDO, 9/5/2008