Emilio Guevara, EL PAÍS, 31/7/2011
Cuando se ataca el modelo institucional vasco desde supuestos argumentos de funcionalidad y eficacia -la mayor parte falsos y erróneos- nos ponen delante un señuelo que encubre un propósito de «hacernos vascos y sólo vascos» por las buenas o por las malas.
Ha bastado la confirmación de que el PP gobernará Álava, Bildu Gipuzkoa y el PNV, Bizkaia para que los augures de la ingobernabilidad de Euskadi -llevan más de treinta y cinco años sin acertar- vuelvan a dar la matraca con la necesidad de una nueva Ley de Territorios Históricos (LTH) que otorgue y traslade al Parlamento y al Gobierno vasco más competencias, en especial las relacionadas con el régimen fiscal. Dicen que Euskadi carece de «cohesión territorial», concepto para mí de difícil comprensión, y tras el que percibo un tufo totalitario, una añoranza de un país uniforme, en el que los derechos y libertades del individuo se supeditan a ese objetivo, que sirve a su vez de excusa para toda clase de manipulaciones y de experimentos de ingeniería social. Porque, ¿en qué consiste la cohesión territorial, ese «hacer» o «construir país»? ¿En que todos tengamos un mismo sentimiento de identidad, una única lengua, una sola cultura, un único titular del poder ejecutivo? ¿Es eso lo que se persigue?. Entonces, al diablo con la cohesión territorial.
No nos dejemos engañar. Cuando en este país alguien enarbola la bandera de la cohesión y de la construcción nacional, me pongo a temblar, porque sé que nos espera, o bien una imposición, o bien un despilfarro, o bien ambas cosas a la vez. Con esa maldita excusa se diseña una política que cercena el derecho a elegir la lengua de uso, que consume recursos cuantiosos y que busca, de hecho y pese a las bonitas palabras, que Euskadi sea euskaldún y el castellano un idioma más, entre otros, como el inglés. Con la excusa de «hacer país», estamos manteniendo una televisión aburrida, y carente de cualquier otro interés que no sea el de ir infiltrando en la sociedad una ideología y una cultura nacionalista. Con la maldita coartada de la cohesión territorial se ha generado un tejido tumoral político y administrativo que de hecho responde a un concepto clientelar y partidista de la política. Y así en otras muchas materias y ámbitos.
A mí me parece una bendición el reparto del poder político en Euskadi, porque es signo de vitalidad democrática, de un pluralismo efectivo, y garantía de libertad de los ciudadanos, tan diferentes entre nosotros, que vivimos en esta comunidad llamada Euskadi. Me parece una muestra de madurez cívica, y un desafío a nuestros dirigentes para que aprendan a gobernar en esa diversidad que hace tan grande a este país tan pequeño en su dimensión superficial.
Hay mucha gente con mala memoria, o que sólo se acuerda de lo que le conviene. Euskadi tiene un modelo institucional singular por la sencilla razón de que, desde hace siglos, existían ya Álava, Bizkaia y Gipuzkoa, con su propio régimen jurídico-administrativo, con unas Instituciones privativas de gran arraigo y probada eficacia de gestión, con su Concierto Económico. Los alaveses, vizcaínos y guipuzcoanos votaron mayoritariamente integrarse en un proyecto político común, pero bajo una condición esencial: conservar su autonomía, su régimen jurídico, su Concierto y sus Instituciones. Partíamos de una realidad incontestable: la considerable diversidad lingüística, cultural, social, económica y geográfica entre esos tres territorios. Diversidad que los resultados del 22-M vienen a ratificar, pese al adoctrinamiento nacionalista y a los intentos de asimilación que se han producido en los últimos treinta y cinco años, sin reparar en medios de todo tipo, y en su coste insoportable.
Las competencias de las Diputaciones forales, y en especial las tributarias, se derivan de la Disposición Adicional primera de la Constitución Española y del Estatuto de Autonomía. Es la Constitución la que establece la llamada «garantía institucional» de las Diputaciones y es el Estatuto de Autonomía el que, de manera inequívoca y contundente, dibujó el modelo confederal que rige en nuestra comunidad. Si ahora alguien cree que todo ello resulta arcaico, incómodo de administrar o perjudicial para la economía, habrá que proponer un nuevo Estatuto, con un contenido radicalmente diferente, pero que no podrá serlo hasta el extremo de dejar sin contenido la Disposición Adicional primera de la Constitución.
Pero si eso sucediese, puede que sean muchos los que, como yo, prefieran constituirse en Comunidad Foral uniprovincial. ¿Qué dirían entonces todos esos pontífices de la «cohesión territorial», de la nación vasca, que creen moderno y progresista repetir hasta el aburrimiento el mantra de «hacer país»?
No nos dejemos embaucar. Cuando se ataca el modelo institucional vasco desde supuestos argumentos de funcionalidad y eficacia -la mayor parte falsos y erróneos- nos ponen delante un señuelo que encubre un propósito de «hacernos vascos y sólo vascos» por las buenas o por las malas.
Y es que bajo el debate sobre cuál sea la manera más adecuada de organizarse administrativamente, subyace el verdadero problema de fondo: si para respetar los derechos y libertades de los ciudadanos el modelo debe reconocer y adaptarse al pluralismo inequívoco de nuestra sociedad, o si el mito de la construcción de la nacional justifica violentar y manipular esa realidad social previa para que coincida con la nación deseada. Ese es el verdadero debate, y esa es la disyuntiva a la que debemos de responder desde nuestra condición de ciudadanos con distintos sentimientos de identidad e ideas sobre cómo vivir y realizarse aquí y ahora.