Sánchez quiso explicarlo ayer como un intento de situarse a medio camino «entre el inmovilismo del PP» y el «independentismo» de la Generalitat. Aseguró que no respaldará en ningún caso el referéndum secesionista que reclama Puigdemont, pero sí defenderá que España es «una nación de naciones» aunque, puntualizó, «con una única soberanía». Una pirueta que en opinión de muchos no encierra sino una clara contradicción.
Para el nuevo secretario general el «catalanismo» que a partir de ahora propugnará el PSOE es el que defiende Miquel Iceta, secretario del PSC. A saber: «Un sentimiento cívico, transversal, de amor por la tierra, la cultura y la lengua catalana que, lejos de dar la espalda a su realidad española, se abraza a ella, se implica, se compromete junto a millones de compatriotas en la transformación y en la modernización de España».
En realidad, lo que intentó Sánchez es dirimir el viejo debate que los socialistas arrastran con menor o mayor intensidad desde la etapa preconstitucional. El nuevo líder opta por los planteamientos que durante la fase de redacción de la Constitución defendió Gregorio Peces Barba, e incluso apuesta por los que, en buena medida, apadrinó Miquel Roca. Ninguno de ellos se vio plasmado en la Carta Magna que recoge en su artículo 2 una definición de España como única nación que reconoce, eso sí, el derecho a la autonomía –no soberanía- de nacionalidades –no naciones– y regiones.
Más próximo en el tiempo, el Tribunal Constitucional, en su sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, establece que «la Constitución no conoce otra nación que la nación española».
Los flirteos del socialismo español con el concepto de la plurinacionalidad vienen de lejos. En 1974, cuatro años antes de que los españoles dieran un sí abrumador a la Constitución, el PSOE defendía incluso el derecho a la autodeterminación de los pueblos. Un lema tradicional de la izquierda que apenas dos años después, en 1976, empezaron a rectificar.
En 1978, con los trabajos constituyentes, quedó establecida la idea de nación española, si bien matizada por un principio de descentralización que se desarrolla –confusamente, según muchos juristas– en el título VIII. No se recogió sin embargo ni el carácter federal ni tampoco el plurinacional aunque padres constitucionales como Roca quisieran verlo en la diferencia que se establecía entre regiones según su vía de acceso a la autonomía.
Ante el Pleno del Congreso, Peces Barba defendió que «la existencia de España como nación no excluye la existencia de naciones en el interior de España» si bien, apuntaba, que esto no debe llevar a considerarlas como posibles estados independientes. Finalmente al artículo 2 de la Constitución incluyó expresiones que refuerzan al máximo la condición unitaria de la nación española.
El PSOE de Felipe González abrazó un nuevo planteamiento de nacionalismo español entendido como modelo vertebrador de la nación, como explicaba Alfonso Guerra. Desde entonces, en la tradición socialista se inscribe la apuesta por la unidad de España aun cuando los requerimientos políticos de cada momento impusieran concesiones al nacionalismo catalán y vasco.
Con Rodríguez Zapatero la posición empezó a modularse. La influencia del PSC fue decisiva para ello. Que el presidente llegara a decir, en relación con la reforma del Estatut, que aceptaría lo que decidiera Cataluña, despertó unas aspiraciones que hasta entonces habían permanecido dormidas.
Cuando tras la aprobación del nuevo Estatut el PP decidió recurrirlo ante el TC, las tensiones se desataron. Incluso dentro del propio PSOE. Así hubo quien, como el ex ministro José Bono, decidió apartarse de la primera línea política. En marzo de 2015, él mismo admitió que salió del Gobierno por su desacuerdo con la aprobación del Estatut.
También beligerante con la idea de las nacionalidades por entender que en el fondo discriminan, se han mostrado siempre el ex presidente extremeño Rodríguez Ibarra y el ex vicepresidente Alfonso Guerra. En la actualidad se identifican con esta línea barones como el castellano manchego Emiliano García Page; la andaluza, Susana Díaz o el asturiano, Javier Fernández, ahora orillados.
Todos ellos apuestan, como señalaba la Declaración de Granada, por una revisión de la Constitución para dibujar con nitidez un modelo federal de España que reconozca la diversidad territorial pero garantizando, sin dejar resquicios, la soberanía nacional, la igualdad entre españoles, la solidaridad y la cohesión.