Como hemos entrado en la era en la que todo tiene una causa, y si no, se le busca, veremos a la vuelta de las vacaciones muchas cosas justificadas. Las increíbles, también. Ahora cualquier cultura está legitimada; y no digamos si se le denomina civilización. Antes creíamos que la cultura emanada de la ilustración y del racionalismo era superior, y con ese talante se iba a los diálogos, que nunca fueron entre iguales.
Ahora que se han acabado las fiestas de San Fermín con sus contestados encierros, tan castizos, tan tradicionales, tan admirados por Hemingway o Welles como símbolo de la vida en su debate con la muerte, nos sumimos en nuestro verano festivo de alardes misóginos que no dejan ir a las chicas de escopeteras. Precisamente en el año del Señor de los matrimonios homosexuales -las guerras, y qué menos jugar a ellas, también son cosa de chicas; lo es hasta la Guardia Civil-. Nos sumimos, también, en el ensordecedor ruido de los motores de los bólidos que consiguen de los bilbaínos lo que aún no ha conseguido el plan Ibarretxe, que huyamos.
Pasear por unas calles rodeadas por alambradas para resguardar el circuito lo consideraba el triste paisaje al que los vecinos de Belfast se veían abocados. No sé a qué listo del Ayuntamiento del Bilbao se le ocurrió traer a esta encajonada villa una carrera de coches; no sé qué beneficio descubrieron para traer el evento. Esto no es ni Mónaco, que vive del turismo y de su obligada publicidad internacional, a la que le ayuda, además de su peculiar familia principesca, el casino y que su circuito tenga la categoría de histórico -no sólo se vive de territorios históricos y de derechos de la misma calificación-. Bilbao no es Mónaco, ni siquiera Valencia, que tiene espacio para que una carrera de coches no colapse la ciudad, y están acostumbrados además a los ruidos de las mascletàs, ni otras localidades que han accedido a acoger el evento y que no tenían ni idea de lo que habían hecho hasta padecerlo en Bilbao. Todo por salir en la televisión un día en la que los posibles televidentes estarían en la playa.
Las consecuencias económicas, en las que probablemente hayan pensado nuestros ediles para adoptar tan molesto acontecimiento deportivo, no sé cuando llegarán, pero si descontasen los litros de gasolina que han gastado los miles de automóviles embotellados en la periferia de Bilbao, es muy difícil que salgan positivas; sin el efecto de convertir la villa en una ciudad fantasma desde el jueves anterior. Qué feo han dejado Bilbao y de qué poco va servir lo gastado. Con lo que ha costado montar el evento, hubiera sido mejor pensar en construir un circuito automovilístico en el extrarradio, aunque todos sabemos que, si se presenta este proyecto a bombo y platillo, detrás de razonables protestas medioambientales habrían llegado los bombazos de ETA, como en la planta eléctrica de Amorebieta. Quizás sea en sí tan mala idea lo de la carrera de coches que ni siquiera se le ha ocurrido a ETA convertirla en un objetivo.
Luego vendrán otras fiestas saturadas de ikurriñas y carteles de presos, en un ambiente perfumado del zotal que echan los barrenderos para limpiar las calles y que quema los bajos del pantalón. Es de suponer que, en este año del diálogo, y el enésimo de oportunidad para alcanzar la paz, vuelvan con nuevo aliento las choznas de los animadores de nuestras fiestas, tras el éxito electoral y la presencia de las chicas del PCTV. En nuestros veranos no se descansa; hay más molestias y actos políticos que cuando el Parlamento funciona. No hay cuartel, las molestias se incrementan y las serpientes informativas del estío volverán a darnos la turrada con guerras de banderas y mensajes poco tranquilizadores. Es la etapa del diálogo y el verano no es para las bicicletas; aquí al menos, es para el incordie.
Y como hemos entrado en la era del supino relativismo, en la que todo vale igual, todo tiene una causa para que exista, y si no, se le busca, y como el diálogo, a la vez que útil, es siempre justificado, veremos a la vuelta de las vacaciones muchas cosas justificadas. Las increíbles, también, porque ha dejado de existir lo superior, lo válido, lo que ha demostrado su excelencia para la sociedad. Ahora cualquier cultura vale, está legitimada; y no digamos si se le denomina civilización. Antes creíamos que la cultura emanada de la ilustración y del racionalismo era superior, y con ese talante, si se quiere de superioridad, se iba a los diálogos, que nunca fueron entre iguales.
Meta muchas cosas en el equipaje de las vacaciones para que a la vuelta no le hayan desaparecido, como el bosque y la vida de las once víctimas del incendio de Guadalajara por causa de unos jóvenes inconscientes a los que se les ocurrió preparar una barbacoa. Evitemos hacer paralelismos con la situación política.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 20/7/2005