ABC-GABRIEL ALBIAC
Torra no es un admirador de Hitler. Es un admirador de aquellos a quienes Hitler admiraba: los ideólogos racistas
LA anécdota la cuenta Alexis Leger. Que fue –bajo el pseudónimo de Saint-John Perse– el más grande poeta francés del siglo XX. Alto diplomático germanófilo, además, en sus años jóvenes. Exiliado y resistente, tras la ocupación alemana. Leger había acompañado a Édouard Daladier en el viaje hacia Hitler que envilecería para siempre el nombre de un presidente francés, hasta aquel día respetable. En 1938, en Múnich, Daladier –secundando al premier británico Chamberlain– renuncia a plantar cara militar a los dictados expansionistas del nazismo. Pone con ello la primera piedra de la mayor matanza de la historia conocida. Habrá de ser el líder de la oposición británica, Winston Churchill, quien dé concepto a la tragedia: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… Elegisteis el deshonor y tendréis la guerra». Al cabo, el presidente francés ponía en marcha la guerra sin honor, que traería, en 1940, la más humillante de las derrotas, en el curso de una semana de triunfal paseo hitleriano, y que daría con los huesos del triste Daladier en una cárcel nazi.
Pero, en 1938, el presidente retorna a Francia, tras haber dado a Hitler garantías de no estorbar los designios imperiales que dibujaban un inequívoco casus belli y que, como tal, hubieran debido ser respondidos por las dos naciones sobre las cuales reposaba el honor de la democracia europea. Sabe –porque, pese a todo, Édouard Daladier era un hombre culto e inteligente– la traición nacional que le ha llevado a cometer su cobardía. Se sincera, en el avión de vuelta, con sus colaboradores: van a lincharnos en Francia. El avión presidencial aterriza en Le Bourget. El presidente pone pie en la escalerilla, aterrorizado. Un estruendo se alza desde el corazón de las masas que han venido a recibirlo. Ya está, piensa Daladier, van a despedazarnos. De pronto, el estupor. La voz multiforme de la masa no expresa ira. Expresa júbilo. Se queda helado. Es entonces cuando se vuelve hacia los hombres de mayor confianza que lo acompañan. Con sonrisa amarga les musita: Ah, les cons… S’ils savaient! «¡Pobres gilipollas… Si supieran!» Él sabía. Sabía que la guerra venía de camino. Y que todo había sido hecho para perderla. Amenazó anteayer Torra con declarar casus belli frente a España, si el 1 de noviembre el presidente Sánchez no ha abolido la Constitución española. Porque de eso se trata. Un presidente de gobierno no está legalmente habilitado para ejecutar algo que la Constitución impide. Ni aquí ni en ningún país del mundo civilizado. Quien lo hiciere incurrirá en delito de alta traición y verá abrirse ante él las puertas de la cárcel. Pero eso, a Torra, le importa tan poco cuanto le importaba a Hitler poner a Daladier y Chamberlain ante las puertas de la ignominia. El ultimátum de Torra, como el de Hitler hace exactamente ochenta años, no tiene más respaldo que el de la fuerza.
Seamos claros. Torra no es un admirador de Hitler. Es un admirador de aquellos a quienes Hitler admiraba: los ideólogos racistas del último decenio del XIX; de Drumont, ante todo. ¿Recurrirá a la fuerza? Dispone de ella: una fuerza armada, los «mozos», disparatadamente puesta bajo su mando. Dudar de que dé el paso, es empecinarse en ser Daladier. Y el deshonor seguirá al éxito insurreccional.
El Doctor Sánchez está en la escalerilla de su puente aéreo. Aguarda, temeroso, la bronca monumental de la muchedumbre… ¿Y si le ovacionaran…? Entonces sí, entonces ¡pobre Daldier, pobre Sánchez! ¡Pobres, todos nosotros!