Fernando Navarro-El Español

El personaje protagonista de la serie de HBO Iluminada les resultará familiar.

Después de una crisis nerviosa, Amy Jellicoe, ejecutiva de una corporación, es despedida por un insuficiente control de su ira.

Amy se va a Hawái (que al parecer es el lugar de moda para solucionar problemas estúpidos) para recibir terapia contra su desquiciamiento general.

El tratamiento es una especie de coaching con retórica de autoayuda. Pero a Amy le parece que, gracias a él, ha accedido a una revelación.

Y desea que el resto del mundo contemple su ascenso espiritual.

Así que vuelve convertida en otra persona, exactamente igual de egocéntrica, pero mucho más pesada, y siempre con una permanente sonrisa en los labios, una voz meliflua y una continua exhibición de su preocupación por los desheredados del mundo.

Así, Amy se interesa ruidosamente por unos emigrantes ilegales que van a ser deportados. Porque los desheredados del mundo sirven, en realidad, para embellecer a Amy, que puede presentarse ante el mundo y ante sí misma envuelta en un aura de bondad.

Esto del exhibicionismo moral es mucho más importante de lo que parece, y permítanme una pequeña digresión.

Resulta que los humanos somos yonquis del estatus. Venimos programados para ascender en la jerarquía social o, al menos, para exhibir los correspondientes símbolos, y por eso nos compramos coches molones. Esto viene de nuestro alegre pasado como cazadores recolectores, cuando los ejemplares de mayor estatus accedían a más recursos y, sobre todo, a más cópulas.

Pero en el Sapiens hay distintas formas de ganar estatus. Un chimpancé lo adquiere por dominación, y punto. Pero en los cazadores recolectores surgieron formas de adquisición más sofisticadas.

No es que la dominación desapareciera (aunque el matón podía acabar siendo eliminado por la tribu), pero emergieron dos escaleras de estatus más: la del prestigio y la del éxito.

Esta última, bastante estúpida, es la que hace que una persona famosa sea admirada precisamente por el mero hecho de ser famosa, fenómeno que los antropólogos han denominado Síndrome Paris Hilton.

Pero la del prestigio consiste en ascender en la escala social en función de los méritos ante la tribu, como ser un buen cazador o especialmente sabio al resolver conflictos.

El problema es que, dentro de la escalera hacia el estatus por prestigio, existe una escalerilla auxiliar: la de la virtud.

En ella puedes ascender tranquilamente si exhibes tu virtud ante la tribu (y esta se lo cree), sin necesidad de jugarte el tipo cazando un mamut. Entonces lo importante no es ser bueno, sino convencer a los demás de que eres bueno.

Y, por tanto, lo decisivo no es hacer cosas buenas, sino la exhibición y el postureo.

De este modo puede ascender tranquilamente por la escala social alguien bastante chungo, y antes de que la tribu se dé cuenta, ya le han nombrado ministra de Igualdad.

Esto también pasa con Amy, que, guiada por la luz de su bondad, acude a un centro que proporciona asistencia a personas sin recursos y sale despavorida porque le producen repugnancia.

En otra ocasión, en una fiesta de iluminados de alto estatus, se acerca a saludarla un camarero que la conoce de un bar, y ella lo elude para que no la confundan con alguien tan vulgar

En realidad, bajo la máscara de bondad y felicidad, Amy acumula una gran frustración. La deuda generada por su aventura hawaiana ha hecho que tenga que volver a vivir con su madre (para desesperación de ambas) y a conducir un coche destartalado.

Ha vuelto a ser admitida en la empresa (a la que ha amenazado con una denuncia por acoso), pero ha sido recolocada en el subsuelo del edificio, en un descacharrante departamento informático en el que la corporación va reubicando todos los restos de serie.

Todo esto le genera un deseo de venganza hacia la empresa, a la que atribuye todos los males de la humanidad y la contaminación del planeta. Todo ello sin abandonar su sonrisa beatífica ni su tono angelical.

Enlightened puede significar ‘ilustrado’, pero también ‘iluminado’: persona que, sin atender a razonamientos, cree estar en posesión de la verdad absoluta. En España han prescindido de la ambigüedad y lo han traducido como lo segundo.

Y, en efecto, Amy deambula iluminada por el mundo, ajena a las personas que la rodean, y capaz incluso de regañar a una compañera de trabajo que se encuentra en mitad de un parto complicado.

La serie es muy buena, y los personajes muy sólidos. Desgraciadamente, su creador no se ha atrevido a llevarla hasta el final, y en el último capítulo redime parcialmente a Amy, que consigue, en su errático deambular, cargarse al presidente de la malvada corporación, que resulta ser un corrupto.

La realidad, en cambio, nos ha mostrado lo que ocurre cuando una persona iluminada, que progresa gracias a sus regañinas desde un podio moral, accede al poder en el mundo real: la destrucción y el caos son tremendos, e incluso puede llegar a redactar la Ley del Sí es sí.