AL CUMPLIRSE los veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, la batasunización de la política española, y, por tanto, el triunfo de los asesinos, es indiscutible. De serlo siquiera un poco, la horda podemita, que mide sus baladronadas en términos de nóminas, no se hubiera atrevido a calcar a la ETA en su rechazo a homenajear al símbolo de las víctimas del terrorismo. Porque la fórmula de las carmenas y los kichis es la de los chapotes, terneras y oteguis: «estamos con todas las víctimas y contra todo terrorismo». Y la que utiliza la Primera Dama Podemita para respaldar a los asesinos chavistas: «estamos en contra de toda violencia». Y casi se ríe.
Iglesias asumió plenamente el discurso de la ETA para legitimar sus crímenes cuando dijo en el célebre vídeo de la herriko taberna (ponlo otra vez, Ferreras) que sólo «la izquierda abertzale», o sea, la ETA, acertó en su análisis de la Transición y la Constitución del 78 como «un candado» de «los pueblos». Porque el tiro en la nuca a Miguel Ángel no fue más que un acto, no bien meditado pero legítimo, de defensa del Pueblo Trabajador Vasco contra la agresión del Estado Español. ¿Pues no liberó a Ortega Lara sin haber cumplido dos años en el zulo?
«Socialización del sufrimiento», término que define perfectamente el comunismo, fue como ETA bautizó, en la pila satánica de Setién, a sus atentados indiscriminados contra civiles. Pero los asesinos sufren; las víctimas, ya no. Por eso Carmena dice que «hay que mirarles a los ojos y empatizar con ellos». Para etarras y podemitarras, en el terror todos son víctimas: los que mueren y los que matan. ¡Ah, esas familias que hacen largos viajes a lejanas cárceles para ver a unas personas cuya prisión sólo alarga la solución del conflicto! A las que van al cementerio y, en más de trescientos casos, no han conseguido que se juzgue al asesino, no las conocen. En realidad, sólo entorpecen el diálogo político y la solución negociada.
Hace tiempo comenté que cuando, al hablar de la ETA, oigo «todos los demócratas», lo que escucho es miedo, la miedocracia que reina en los partidos políticos españoles, pero no en las partidas etarras y podemitarras. ¿Cuántas banderas españolas hay en los balcones de Pamplona estos días? Una. ¿Y en Bilbao? Ninguna. Ese es el triunfo de los asesinos, veinte años después.