Editorial-El Español

Gracias a que Podemos ha acabado claudicando ante Pedro Sánchez y reincorporándose a su mayoría parlamentaria, el Congreso de los Diputados no sólo ha salvado este miércoles una importante votación para el Gobierno, sino que ha aprobado una de las leyes más importantes de la legislatura.

La nueva Ley de Movilidad Sostenible, largamente trabajada y debatida durante años, llega como una de las pocas normas de gran calado que han visto la luz en un contexto político dominado por la crispación y la parálisis legislativa.

En ese sentido, la legislatura deja al menos un fruto relevante: un marco jurídico moderno que aspira a transformar la manera en que España se mueve y produce.

La norma parte de un diagnóstico compartido: el transporte sigue siendo el principal responsable de las emisiones de CO₂, y el país necesita un modelo más limpio y eficiente.

Esta ley representa un avance importante, porque permite aunar la búsqueda de la sostenibilidad y la descarbonización sin asfixiar la iniciativa privada. Y porque se trata de una norma más técnica y menos ideológica de lo que nos tiene acostumbrados este gobierno.

También es de agradecer que se aleje de enfoques más intervencionistas y opte por incentivos antes que por prohibiciones directas como las restricciones severas al vehículo privado.

Y recoge buena parte de las demandas que empresarios, administraciones y expertos expusieron en el V Simposio del Observatorio de la Movilidad y las Ciudades de EL ESPAÑOL-Invertia el año pasado.

Entre ellas, la reclamación de una movilidad más integrada, más digital y más colaborativa, con reglas claras y visión a largo plazo.

Entre los aciertos de esta norma, destaca el impulso decidido a la electrificación del transporte ferroviario y a la renovación del parque automovilístico.

España llevaba años retrasada en la implantación de puntos de recarga y en la sustitución de flotas públicas y privadas. La ley obliga a acelerar ese cambio, con compromisos concretos de infraestructuras eléctricas en carreteras, estaciones y núcleos urbanos.

Es un paso que combina la exigencia ambiental con el estímulo a la inversión tecnológica, entendiendo que la electrificación puede generar nuevas oportunidades de negocio para empresas del sector energético, automovilístico y tecnológico.

Algo que va en línea con lo que este diario ha defendido: que la transición ecológica no debe verse como un freno, sino como una oportunidad industrial.

Y otro avance relevante es la implicación de las empresas en la movilidad cotidiana, en atención a una forma de entender la transición ecológica alejada de dogmatismos que no deje fuera al sector empresarial ni al usuario.

Las compañías con más de 200 trabajadores deberán diseñar planes de desplazamiento sostenible. Esta obligación, si no se materializa como una carga burocrática, puede convertirse en un motor de innovación interna: fomento del coche compartido, transporte corporativo o incentivos para el teletrabajo.

Pero la ley también presenta algunos riesgos.

La rígida supresión de los vuelos cortos puede afectar la conectividad de ciudades medianas o zonas con menor densidad ferroviaria. Por lo que, si su aplicación no se ve acompañada de una infraestructura ferroviaria robusta, que hoy no existe en todas las regiones, es posible que se agraven los desequilibrios territoriales.

Además, las cargas administrativas para las empresas pueden ser excesivas si no se acompasan con incentivos fiscales, flexibilidad normativa y períodos de adaptación.

Y también serán los inversores privados los que, junto con las administraciones locales, tendrán que soportar el coste de la infraestructura de recarga, la modernización de los trenes, las estaciones eléctricas y el mantenimiento.

De modo que el gran desafío no será tanto lo contemplado por la ley como su ejecución.

España necesita estabilidad regulatoria para atraer inversión y delinear una estrategia de movilidad que trascienda legislaturas y dé confianza al sector.

Por ello, al margen de esta ley, sigue siendo necesario un pacto de Estado en infraestructuras y transporte, que garantice continuidad, planificación, un consenso sobre los roles competenciales y una profundización en la cooperación público-privada.