IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL
- En el camino hacia el poder, Iglesias devoró a su partido. Hoy, Podemos como organización política está desaparecido en la mayor parte de España
A medida que crecen el poder y la influencia del vicepresidente, su partido se jibariza. Lo que queda de Podemos como organización política son un grupo parlamentario de 35 diputados (de los que hay que descontar a los que pertenecen a otras formaciones políticas: IU, Cataluña en Común, etc.) y una camarilla de dirigentes cada vez más reducida, bunkerizada en torno a la pareja Iglesias-Montero. En términos electorales, Unidas Podemos es ya una reproducción de la IU de Anguita. En términos orgánicos, tiene más peso real lo que queda de IU (en realidad, lo que queda del viejo PCE) que la sombra fantasmal de Podemos como partido.
Se cuenta que, en su día, Iglesias y Errejón discreparon sobre lo que había que hacer con la criatura política que habían alumbrado. Errejón no quería crear un partido convencional. Creía más en la idea ‘movimentista’, una afluencia inorgánica y elástica de grupos y movimientos sociales. Su cultura era la del populismo latinoamericano, y su modelo de referencia, el peronismo en su versión kirchnerista. Pero se impuso la concepción ortodoxamente leninista de Iglesias. El producto resultante fue la organización política más verticalmente jerarquizada, más caudillista y más autoritaria en su funcionamiento interno de todas las que existen en España (lo que es decir mucho en los tiempos de Sánchez, Casado, Abascal, Rivera y Puigdemont).Podemos atribuye el debate sobre ley trans a su presencia en el Gobierno.
En la primera gran experiencia electoral, las municipales y autonómicas de 2015, aún se pareció al modelo original. Con una mezcla de candidaturas de aluvión (como la de Carmena en Madrid) y confluencias territoriales, se hicieron de golpe con las principales alcaldías del país, y poco después, con más de cinco millones de votos y 70 diputados en el Congreso, pisando los talones al PSOE.
Como ocurre con frecuencia, el momento de gloria coincidió con el principio de la decadencia. Muy pronto se inició en Podemos la era de las grandes purgas, que terminó con la mayoría de los fundadores enviados a Siberia y borrados de la fotografía. Poco a poco, el partido se fue esclerotizando, la base electoral se redujo drásticamente, los compañeros de viaje (Carmena y otros) huyeron de la asfixia de los ‘apparatchiks’, las confluencias se diluyeron, aparecieron nuevas escisiones territoriales (Madrid, Andalucía) que dejaron la sigla desnuda y sin efectivos en los lugares más estratégicos del país. El movimiento ciudadano degeneró en satrapía, los afamados círculos en regalías de adhesión inquebrantable, las consultas a la base en pucherazos y los dirigentes en cortesanos. La melodía “el cielo se toma por asalto” dio paso a otra mucho más pedestre: el Gobierno es el cielo.
En el camino hacia el poder, Iglesias devoró a su partido. Hoy, Podemos como organización política está desaparecido en la mayor parte de España. Le quedan las migajas de poder que arrancó al PSOE en 2019: un puñado de consejeros autonómicos y cinco ministros, de los que solo dos (el propio Iglesias y su aparcera política) son realmente suyos.
Dicen quienes lo tratan que Iglesias vende actualmente la mercancía de que el Gobierno es la plataforma idónea para relanzar el partido. ‘Bullshit’. En la España contemporánea, ha habido dos grandes partidos de izquierda: el PCE se hizo fuerte por su influencia en el movimiento sindical a través de CCOO y el PSOE se reconstruyó a partir del poder municipal conquistado en 1979. Pero para ser tan de izquierdas como se proclama, Podemos nunca estuvo conectado al sindicalismo y dilapidó muy pronto su efímero imperio municipal. Construir un partido político desde los ministerios es una quimera. El último que lo intentó fue Adolfo Suárez y se sabe cómo acabó el experimento.
La otra apuesta de Iglesias es aún más aventurada: sustituir las extintas confluencias por una confederación con los partidos nacionalistas de extrema izquierda, que él aspira a vertebrar en la coalición Frankenstein desde su posición condicionante en el Consejo de Ministros. De ahí su alianza estratégica con ERC y con Bildu (el BNG, de momento, no se deja).
Es cierto que, mientras su partido se extingue, Pablo Iglesias ha alcanzado la cúspide de su poder personal. Es el arquitecto de la actual mayoría parlamentaria, tiene poder de veto sobre las políticas del Gobierno, progresa adecuadamente en la podemización del PSOE, ha persuadido a Sánchez de que siguiendo su estrategia pasará la década entera en la Moncloa, dispone de un ejército de jenízaros intimidatorios en las redes y hasta se permite repartir certificados de constitucionalidad y amenazar a los medios de comunicación. Se ha hecho imprescindible para el que manda —lo que se aproxima a ser el que manda, pero no es lo mismo—.
Esa es justamente su mayor fragilidad. Porque, pese a todo, esta sigue siendo una democracia de partidos. Y con todo su poderío actual, lo único que le separa de la condición de elemento desechable es el momento en que vuelvan a abrirse las urnas, su socio actual haga cuentas y descubra que ya no le sirve —o no lo necesita— para seguir en el poder. Podemos ya solo es un asiento copresidencial en el Gobierno y 35 diputados necesarios para sostener a Sánchez. Cuando pierda lo segundo, perderá lo primero y se quedará en nada, porque todo lo demás ya lo perdió por el camino.
Aún se discute si Sánchez depende más de Iglesias o Iglesias de Sánchez. Para mí, la diferencia está en que, detestándose mutuamente, Pedro sueña con desprenderse de Pablo y Pablo no puede ni soñar en soltarse de la mano de Pedro sin precipitarse al vacío de su nariz superlativa, desprovista de cuerpo que la sostenga.