Ignacio Varela-El Confidencial
- La soltura con que esparcen metralla dialéctica por el espacio político (incluyendo con frecuencia a sus socios de gobierno) contrasta con la agresiva sensibilidad con que reaccionan
Hay que suponer que cuando Irene Montero describió como “violencia política” la coz alevosa que le propinó desde la tribuna una diputada de Vox, se refería más bien a la violencia verbal en la política; para hablar de violencia a secas, la señora ministra debería conversar con Arnaldo Otegi, que es, por experiencia empírica, el dirigente político actual más versado en la materia. Por cierto, en esa misma réplica a la agresión cavernaria de Toscano, Montero señaló a la mitad derecha de la Cámara y la denominó “banda de fascistas”, lo que fue recibido con una ovación clamorosa por la mitad izquierda, puesta en pie para festejar la burrada. Como dijo Borges, hay que tener cuidado al elegir a los enemigos, porque uno termina pareciéndose a ellos.
Ciertamente, en los últimos años se ha desatado en el espacio político un temporal de violencia verbal incontenible, instilada desde las cúpulas partidarias. No es el reflejo desgraciado de un clima social, sino un producto de laboratorio elaborado en los gabinetes de estrategia. Los políticos españoles se intercambian cotidianamente injurias y calumnias que ninguna persona normal se atrevería a arrojar a otra en una bronca tabernaria.
El Congreso de los Diputados se ha convertido en un vertedero de basura. La nueva meritocracia partidaria consiste en inventar cada día una nueva salvajada con la que mancillar al de enfrente y hacer méritos ante el mando. Antiguamente, a los parlamentarios que así se comportaban se los llamaba “jabalíes”. Hoy, el Congreso y el Senado enteros son manadas de jabalíes emitiendo guarridos para ganarse un ascenso en el escalafón. Pensar que algunos de ellos en su vida anterior fueron personas sensatas y prudentes solo aumenta la depresión.
Tras su intercambio de navajazos de la semana pasada, la desconocida Toscano se ha ganado un papel estelar en Vox como primera candidata al trono vacante de Olona, y la ministra más silvestre y desacreditada del Gobierno ha pasado en una semana a ser la nueva heroína de la izquierda, rehabilitada para competir con Yolanda y, cuando toque, plantar cara al mismísimo Sánchez.
Envalentonada por el éxito, elevó la apuesta este miércoles, señalando al Partido Popular como patrocinador de la violación de mujeres. Lo que no es sino responder con igual abyección a quienes, desde ese partido, aprovecharon su analfabetismo legislativo para retratarla como liberadora de violadores. Así pues, los violadores son los únicos ganadores de esta turbia semana que los ha lanzado al estrellato.
En este corral patrio, el uso cotidiano de la violencia verbal no es privativo de los extremismos. Los considerados partidos centrales, presuntamente defensores del sistema, la practican sin tasa. De hecho, cada miércoles contemplamos verdaderos torneos de enormidades protagonizados por los preguntantes del PP y los miembros del Gobierno que les responden, encabezados por su presidente, que no se priva de disparatar mientras se queja falsariamente de lo que está en el eje de su estrategia política, que es la confrontación como principio de subsistencia.
Lo específico de este revoltijo es que todos aceptan ese juego sin reglas, salvo Podemos, que reclama para sí el monopolio del uso legítimo de la violencia verbal. Abascal y los suyos sueltan atrocidades sin parar, pero soportan deportivamente que las digan de ellos. Cada semana, el partido de Sánchez y el PP se expulsan recíprocamente del espacio de la democracia y la Constitución, pero lo hacen ya con naturalidad, incluso con cierto tedio nacido de la rutina. A Bildu, que viene de entregar las pistolas, esto de que la violencia sea solo verbal debe parecerle un baile de salón. Y a Rufián, acostumbrado a ser el más gamberro de la clase, le han salido competidores que, a ratos, le hacen parecer un gentleman de la política.
Iglesias tiene credenciales sobradas para que se le reconozca el mérito de introducir en la política española la técnica intimidatoria del escrache dialéctico, importada de las patotas del kirchnerismo. Pero la soltura con que él y los suyos esparcen metralla dialéctica por el espacio político (incluyendo con frecuencia a sus socios de gobierno) contrasta con la agresiva sensibilidad con la que reaccionan, desde el pedestal de su superioridad moral, ante cualquier cosa que les suene mínimamente ofensiva. Combinan el gatillo fácil con la mandíbula de cristal, lo que les permite, en el mismo acto, actuar como agresores y presentarse como agredidos sin que el rubor les mueva una pestaña. En un país en que la ley suprema es la del embudo, nadie maneja un embudo tan superlativo como el de Podemos (quizá también Sánchez, en sus mejores días de cinismo desbocado).
El diccionario contempla tres acepciones de la palabra barbarizar: a) Convertir algo o a alguien en bárbaro, inculto o cruel, b) adulterar con barbarismos una lengua, c) decir barbaridades. La suma de las tres describe adecuadamente lo que sucede en la política española de los últimos años, de la que ha desaparecido todo rastro de conversación inteligente.
El debate político se ha brutalizado y a la vez se ha banalizado, en un proceso involutivo sumamente peligroso. Las palabras pierden su función de comunicar y se usan como meros instrumentos de agresión: no se lanzan mensajes, sino pedradas. El grosor de los adjetivos es inversamente proporcional a la calidad de los sustantivos. Palabras como fascista, comunista o machista pierden todo sentido como categorías políticas, degradadas a la pobre condición de interjecciones que solo sirven para mostrar la indigencia intelectual de quienes las pronuncian —más bien, las escupen— ignorando lo que significan.
Esto no tiene que ver con la dureza del debate, que es consustancial a la competición política, sino con su degradación. Es violencia verbal porque busca agitar, intimidar y encolerizar, pero jamás persuadir. La rabia ha derrotado a la idea.
La frase de la señora diputada de Vox sobre Irene Montero no añadió nada al debate sobre la penosa calidad de sus leyes: solo buscaba ofender a la persona. Ni siquiera alcanzaba a ser machista, fue simplemente zafia en la intención y en el contenido (y, además, una estupidez política). Exactamente igual que los vómitos de bilis de Iglesias y compañía, o los embustes petulantes y ya completamente desvergonzados del presidente del Gobierno y sus portavoces de cámara.
Cada miércoles me hago las mismas preguntas: ¿dicen todas esas cosas burdas porque son así de necios o porque creen que lo son los ciudadanos? Por ambas cosas. ¿Se creen lo que están diciendo? Si es que no, malo; si es que sí, mucho peor. ¿Son conscientes de sus implicaciones y consecuencias? Esta es la respuesta más segura: mayormente, les trae sin cuidado.