IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS
- La formación ha sido el partido quijotesco por excelencia: convencido de una especie de misión histórica, consiguió el Gobierno de coalición y leyes inequívocamente progresistas, pero ha acabado convertido en un grupúsculo radical atrincherado en actitudes cerriles
Podemos resolvió la semana pasada el dilema sobre su participación en la coalición Sumar liderada por Yolanda Díaz. Había una fecha límite, el viernes 9 de junio. Como en otras ocasiones, apuró los tiempos al máximo y transformó una negociación entre partidos en un drama político a la vista de todos. Primero fue la extraña convocatoria el jueves 8 de una consulta a la militancia en la que se formulaba esta pregunta: “¿Aceptas que el Consejo de Coordinación de Podemos, siguiendo el criterio de unidad que marcó el Consejo Ciudadano Estatal, negocie con Sumar y, en su caso, acuerde una alianza electoral entre Podemos y Sumar?”. Pedía autorización para negociar cuando se llevaba negociando desde hacía días y apenas quedaban 36 horas para que se cerrara el registro de las fuerzas que podrán competir en las elecciones del 23 de julio. No se especificaba qué quería poner el partido encima de la mesa, es decir, las condiciones del acuerdo, sino que tan sólo se pedía una especie de autorización para continuar negociando.
La consulta estuvo abierta hasta las 10:00 del viernes 9. Participaron 52.829 personas y se contabilizó un 93% de “síes”. En otra consulta no menos extraña que esta, celebrada en 2018, en la que se sometió a la consideración de las bases la continuidad de Pablo Iglesias e Irene Montero en la cúpula del partido tras el desconcierto causado en sus filas por la compra de un chalet, se registraron 188.176 votos. La participación en la consulta del pasado jueves fue un 72% menor que la de 2018. Esta diferencia es un buen indicador de la evolución del partido en estos últimos tiempos.
A continuación, la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, anunció los resultados y agradeció los síes, pero interpretó que los noes, que tan solo fueron 3.568 (el 6,7%), reflejaban en buena medida lo que ella misma pensaba, que el acuerdo era malo (si bien los participantes no conocían aún los términos del mismo). Añadió que, con la oferta negociadora recibida, “Podemos podría quedarse sin representación en el Congreso de los Diputados”, aunque en seguida se supo que dicha afirmación no era del todo cierta, pues se habían reservado ocho puestos para Podemos con representación asegurada si se repetían los resultados de 2019. Y, como cabía esperar, protestó por la ausencia de Irene Montero en el acuerdo.
El caso es que, finalmente, tras una consulta difícil de entender y una declaración no menos ambigua, Podemos optó por participar en la coalición mostrando su decepción ante el acuerdo final. De esta manera, no se puede acusar al partido de haber torpedeado la coalición unitaria de izquierdas, pero se queda con un pie fuera, queriendo presionar para cambiar los términos de lo acordado. Hubiera sido coherente quedarse fuera por considerar injustas las condiciones, o aceptar las condiciones y entrar. Podemos ha adoptado una posición similar a la que ha tenido en el Gobierno de coalición, a veces dentro, a veces fuera, a veces luchando y consiguiendo conquistas importantes, a veces criticando con dureza al socio mayoritario, el PSOE.
Al haber entrado en Sumar, se consuma algo parecido a un fin de etapa. No quiero decir con ello que Podemos vaya a desaparecer, pero con independencia de lo que le reserve el futuro, es evidente que ha recorrido un ciclo completo de auge y caída en un periodo breve, de menos de una década. Lo que ha caracterizado todo lo relativo a Podemos en este tiempo ha sido su naturaleza excesiva. No hay nada que no haya sido excesivo: el crecimiento inicial, el hundimiento posterior, el liderazgo de Pablo Iglesias, las relaciones entre la militancia y sus dirigentes, las purgas y las escisiones, sus tácticas negociadoras, sus éxitos y sus fracasos, sus enfrentamientos con los afines y con los enemigos, el acoso mediático que ha recibido, y las emociones, siempre a flor de piel. La traca final han sido los sucesos relatados en los párrafos anteriores.
Todo ello es fruto de una dinámica interna diabólica: el mismo mecanismo que ha producido logros decisivos en la política española es también el que ha provocado decisiones erróneas que han acabado arrinconando al partido, reduciéndolo a una base muy pequeña de seguidores incondicionales.
Desde el primer momento, Podemos se saltó, para lo bueno y para lo malo, las reglas que habían encorsetado la política española durante el tiempo de dominio de los dos grandes partidos, PSOE y PP. Su retórica rupturista, el desafío abierto al establishment (lo que en su momento se llamó la “casta”), el cuestionamiento de los consensos, la crítica a la monarquía, la revisión de la Transición, más la movilización de quienes se habían desentendido de la vida pública, supuso un soplo de aire fresco en la política española. Todo el sistema político español se vio obligado a reaccionar ante las tesis de Podemos.
El extraordinario resultado en las elecciones de diciembre de 2015, superando el 20% del voto apenas dos años después de la fundación del partido, llevó a los líderes a actuar como si tuvieran una alta misión histórica que cumplir. La obcecación nacida de ese sentido histórico ha tenido momentos cruciales, como cuando Pablo Iglesias consiguió, a base de tesón, romper la resistencia de Pedro Sánchez a formar un Gobierno de coalición. O, también, la insistencia en el seno del Ejecutivo en la aprobación de algunas políticas inequívocamente progresistas (de las que luego hasta el propio PSOE ha sacado pecho). Pero esa misma obcecación ha llevado al partido a actitudes cerriles, a amurallarse frente al exterior, sin saber interpretar la evolución de la política española, en la que se ha colocado en una posición cada vez más excéntrica.
Podemos ha evolucionado hacia el modelo clásico de grupúsculo de izquierda radical, dominado por la pureza ideológica y moral frente al resto de una sociedad manipulada y corrompida. En consecuencia, ha sufrido una pérdida constante tanto de figuras relevantes como de apoyos populares, hasta llegar a las elecciones municipales y autonómicas del pasado 28 de mayo, en las que prácticamente quedó barrido del mapa municipal y autonómico. El partido que todo lo sometía a discusión y quería pensar fuera de los moldes establecidos, no se ha esforzado en proporcionar una explicación mínimamente convincente de su caída. No ha habido un debate al respecto. Todo se debe al acoso mediático y a las cloacas, que es evidente, por lo demás, que han operado a pleno rendimiento y que tanto han contribuido al atrincheramiento de Podemos en sus posiciones. No obstante, los ataques inmisericordes han sido una constante a lo largo del tiempo y, por tanto, no permiten entender los vaivenes del partido.
En una metáfora muy española, Podemos ha sido el partido quijotesco por excelencia. Se ha enfrentado a situaciones que parecían imposibles ensanchando el sistema político del país. Pero, ante un exterior crecientemente hostil, ha decidido continuar sus batallas, a veces contra enemigos que eran molinos de viento. Para la dirigencia de Podemos nunca fue tan verdad aquello de “fiat iustitia, et pereat mundus” (que se haga justicia, aunque se hunda el mundo). O si prefieren una cita menos pedante, recuerden aquella frase de Amanece que no es poco: “¡Todos somos contingentes, pero tú eres necesario!”.