UNA BELLA paradoja de nuestra lengua ha decidido que los sustantivos colectivos concuerden en singular con el verbo. Los angloparlantes dicen people are, pero los castellanoparlantes decimos la gente es. La gente, la muchedumbre, el grupo, el partido o la pareja: nuestra gramática obliga a tan plurales sujetos a pasar por el modesto embudo del singular. En el caso de Podemos, una primera persona del plural dirigida hasta ahora por una pareja, se predicará más en singular que nunca a partir del lunes: sólo puede quedar uno. Muchos prefieren que sea Pablo Iglesias, el primero de su nombre. Los de Errejón, en cambio, propalan un argumento similar al ingenioso calambur que murmuraban los madrileños cansados de guerras en los años finales de Felipe II: «Si el rey no acaba, el reino acaba». Donde el rey gasta coleta y el reino, claro, es el partido.
El genio de nuestra lengua refuta así la primera falacia del populismo: esa arrogante pretensión de representar a un pueblo entero. Gramsci les enseñó el uso performativo del lenguaje, el juego con significantes vacíos que quiebra sin remordimiento el correlato moral entre discurso y realidad con tal de forjar la hegemonía política. No es que mientan: es que nunca les interesó la verdad. Sólo el poder. Pero es la propia lengua la que parece resistirse a sus magreos, la que susurra que Podemos no es el espíritu del pueblo encarnado sino la obra de autores singulares. Representa cabalmente a una parte de España, sin duda, que se llama facultad de Ciencias Políticas de Somosaguas, Pozuelo de Alarcón.
La entropía de Podemos, su abrupto retorno del coro angélico a la ambición solitaria de sus artífices habrá decepcionado a su feligresía, que vivió antaño conmovedoras epifanías en común, misas laicas en la catedral de Sol como una comunión de santos indignados. Bienvenidos sean ahora al ámbito adulto de la ética, que no es más que una habitación individual donde uno está a solas con su conciencia. Uno siempre sale de allí con decisiones intransferibles, por las cuales lo juzgará el mundo en general o el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en particular. Donde estos días se sustancia precisamente la responsabilidad penal de catalanes concretos –Mas, Ortega, Rigau, Homs–, no de Cataluña abstracta. No cabe la responsabilidad fuenteovejuna, que diría Arcadi, como no cabe pueblo en marcha sino determinados profesores dirigiendo su criatura o bien disputándose sus pedazos.
Más humilde que los mesías de la totalidad, Burke definió de una vez los partidos políticos como «asociaciones de iguales constituidas para defenderse del poder arbitrario y compartir ideales necesarios y transparentes para la edificación moral de la política». El liberalismo de Burke asume la parcialidad inevitable de unos ideales en contienda democrática con otros. Desde el XVIII la cosa ha degenerado mucho, y la edificación moral ya no la hallamos en la política partidaria sino en rebeldes únicos que, como pedía Camus, dicen no cuando a su alrededor todos asienten. Cuando todos entregaron las llaves de sus colegios, Dolores Agenjo se negó a hacerlo mientras los ordenantes de la ilegalidad no dejaran su responsabilidad por escrito. Cuando Rato en persona le entregó al consejero Francisco Verdú su correspondiente black, Verdú replicó que él tenía aprendido que los gastos se justifican, y fue el único que la devolvió sin estrenar. Luego todo son aplausos. Pero el heroísmo plural del mañana sólo es la decisión singular del ayer.