Santiago González, EL MUNDO, 15/6/12
El 22 de septiembre de 2008, Zapatero anunció que el nuevo presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo iba a ser el hasta entonces presidente de la Audiencia Nacional, Carlos Dívar. Los 20 vocales del Consejo estaban ya pactados: nueve de obediencia socialista, nueve de disciplina popular, uno de CiU y otra del PNV.
Era la primera vez que un presidente asumía tan gallardamente que a los jueces los gobernaba él, asombroso rasgo de sinceridad en persona tan poco proclive. La Ley del Poder Judicial de 1985 establecía que el presidente del Poder Judicial sería nombrado por los miembros del CGPJ, puro formalismo, para una ley que enmendaba sutilmente la Constitución en quién elegía a los vocales y Zapatero no tuvo dudas: propuso un candidato conservador y muy religioso. El PP, en vez de protestar, propuso para vicepresidente a uno de los suyos de verdad: el consejero de Justicia valenciano, Fernando de Rosa. Los futuros vocales progresistas hicieron un mohín, pero no porque el presidente Zapatero se hubiera salido de las funciones que le asignaba estrictamente la citada ley, la de refrendar el real decreto de nombramiento (123.3).
Tampoco se expusieron dudas relevantes acerca de su capacidad profesional para tan alto cometido. Y las había: Carlos Dívar llegó a presidente del Tribunal Supremo tras una carrera ligada a la instrucción, sin poner una sentencia. Lo que revolvía a los vocales progresistas era que un hombre religioso, próximo al Opus Dei, pudiera ser nombrado presidente del Con- sejo. No habíamos ganado moralmente la guerra para esto.
No hubo grandes explicaciones. El mismo día en que Zapatero hizo el anuncio, se arregló el malentendido con otra humillación: el portavoz socialista en el Congreso, José A. Alonso, reunió a sus aspirantes a vocales en Ferraz y les impartió doctrina. Otro tanto hizo Trillo con los suyos, aunque éstos estaban contentos. Los vocales nacionalistas, Uria y Camp, eran militantes y la llevaban de casa. Al día siguiente juraron el cargo ante el Rey, se reunieron en sesión constitutiva y votaron amén por unanimidad.
El Supremo no ha encontrado traza delictiva en los gastos de Dívar. Una normativa explícita de 1996 le permitía pasarlos sin mayores especificaciones. A toda la Administración española, en cualquiera de sus niveles, le han endosado siempre almuerzos sin identificar a los comensales. Conocí a un director del Gobierno vasco que, durante una legislatura, peregrinó de lunes a viernes por todos los restaurantes de Vitoria, solo o en compañía de otros, pasando la factura a su departamento. Es impresentable, pero al parecer no hay delito.
Dívar debería ahorrarse y ahorrarnos este trago y dejar un cargo que le viene vagaroso. Y, después, no estaría de más echar un vistazo a los gastos de todos los vocales, almuerzos y fines de semana caribeños incluidos. Uno siempre ha sido partidario de los acuerdos de Estado. Como diría el negociador Trillo, manda huevos que éste fuera uno de los primeros.
Santiago González, EL MUNDO, 15/6/12