Editorial El Mundo
CONVIENE leer despacio las 38 páginas del auto en el que el Tribunal Supremo expresa su contundente respaldo al criterio del magistrado Pablo Llarena, de paso que desestima el recurso de Jordi Sànchez contra la decisión de mantenerlo en prisión y negarle el permiso extraordinario que permitiría su investidura. Conviene leerlo despacio porque contiene el expresivo relato de un golpe de Estado contemporáneo, de sus circunstancias reales y de sus consecuencias legales. Pero sobre todo porque supone la más poderosa respuesta institucional a la humillación infligida a España por la decisión del tribunal regional de Schleswig-Holstein.
En su exposición de hechos, el Supremo evita la jerga técnica y adopta una prosa de claridad y dureza diamantinas. Así lo exigía por ejemplo la infame comparación que perpetró el tribunal alemán entre el proceso separatista catalán y unas protestas contra la ampliación del aeropuerto de Fráncfort. La contestación es impecable: «Lo que aquí realmente sucedía era que después de más de dos años dedicados a laminar el ordenamiento jurídico estatal y autonómico, y de oponerse frontalmente al cumplimiento de sentencias básicas del Tribunal Constitucional, se culminaba el proceso secesionista dentro de un país de la Unión Europea, con una democracia asentada, poniendo las masas en la calle para que votaran en un referéndum inconstitucional oponiéndose a la fuerza legítima del Estado que protegía unos supuestos colegios electorales». Esos fueron los hechos. No se puede añadir mucho más.
Pero el auto añade mucho más. No sólo ratifica los indicios del delito de rebelión fundamentados extensamente por el juez Llarena. Y no sólo ridiculiza la consistencia jurídica de la sentencia del tribunal regional de Schleswig-Holstein, tan apresurada y neciamente aplaudida por el papanatismo hispanófobo de guardia, el nacional en primer lugar. Además, y ya que ha de pronunciarse sobre posibles delitos forzosamente asociados a la actividad política, el Supremo desliza una crítica –oblicua pero inequívoca– al Gobierno por la pasividad con que contempló el anuncio y gradual puesta en práctica del guion secesionista hasta su consumación en la declaración unilateral de independencia tras el referéndum ilegal de octubre. Denuncia el auto que los separatistas «camparon a sus anchas entre 2015 y 2017», y constata que el referéndum, pese a las promesas de Rajoy y Sáenz de Santamaría, se terminó realizando. Sin garantías ni validez, pero hubo urnas. Líneas amargas para una Administración que ve cómo el mismo Supremo comparte el reproche a la inacción política que desde este periódico se ha venido formulando contra el Ejecutivo de Rajoy.
Es tarde para desear alternativas. Sólo cabe esperar que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea tome nota y devuelva el prestigio a la figura de la euroorden.