MANUEL MARTÍN FERRAND, ABC 18/01/13
Lo verdaderamente grave no es la corrupción en sí misma, sino la tolerancia o el desdén con que los ciudadanos solemos resignarnos frente a sus brotes.
Aquello que Juan Luis Cebrián bautizó como «sindicato del crimen», en los noventa, fue una congregación espontánea de periodistas independientes con un propósito común: la erradicación de la corrupción y el crimen de Estado que resultaban evidentes en los días de Felipe González. Desde Camilo José Cela a Francisco Umbral, por citar solo a los ya desaparecidos, fuimos muchos los periodistas que, conjuntados y no orquestados, centramos una acción profesional que, pasados los años, se ve quimérica; pero que, aún así, convendría tuviera su continuación en los tiempos presentes. Es muy posible que la corrupción, más y antes que una consecuencia del poder, sea el germen que lo hace fructificar y así se advierte, desde Atenas a nuestros días, cuando son las leyes y las adhesiones, no la espada, las esencias de la convivencia. Lo verdaderamente grave no es la corrupción en sí misma, sino la aceptación, la tolerancia o el desdén con que los ciudadanos solemos resignarnos frente a sus brotes. Ahora, dado que la risa va por barrios, le toca el turno a la peripecia que protagoniza quien fue tesorero del PP, Luis Bárcenas, de quien se dice que escondía en Suiza — ¡un clásico del género!— 22 millones de euros clasificables en lo que para disimular fue bautizado como «caso Gürtel».
Sin discutirle a CiU la que parece posición hegemónica en el ranking de la corrupción política española, todos los partidos, con la única excepción de los recién llegados, se financian de modos tan similares —poderío del aparato y fuerza en la recaudación— que tienden a coincidir en sus fórmulas corruptas, toda una tecnología económica y contable, y en la naturaleza de sus corruptores. Ello crea un bloque muy difícil —¿imposible?— de desmontar. La Justicia, el menos musculoso de los poderes del Estado es la que debiera erradicar el mal o, cuando menos, aventarlo para la mejor orientación de los ciudadanos; pero la lentitud de sus procedimientos es tal que parece, séalo o no, parte del tinglado de la farsa democrática que padecemos, y en esto de la corrupción, pagamos a escote.
Los poderes de naturaleza política tratan de judicializar, para quitárselos de encima, todos los casos de corrupción que soliviantan a la opinión pública. Valga como astucia ramplona en un territorio en el que las apariencias cuenta más que las esencias; pero, ¿no sería exigible a los partidos una reacción inmediata y fulminante ante cualquiera de los casos que, como en una letanía, van surgiendo cada día, en cada uno de los muchos planos, demasiados, de la Administración pública y protagonizados, sin diferencias cuantitativas o cualitativas, por las formaciones en presencia? Ahora le toca al PP, a Mariano Rajoy, obrar con celeridad y anunciar desde el campanario los funerales que procedan.
MANUEL MARTÍN FERRAND, ABC 18/01/13