EN LAS últimas horas, tras el incendio de la catedral de Notre-Dame, la palabra que he escuchado pronunciar más veces, tras París y Francia, es Europa. Aquellos que durante años y aún hoy han dudado de la identidad de nuestro continente y han combatido ferozmente con su euroescepticismo e incluso obstruccionismo y traición, siendo cómplices de Rusia o China, los logros de décadas de una no muy fácil unidad, ya tienen, aunque sea cruelmente, un ejemplo de lo que es Europa: su catedral más famosa y simbólica, en llamas. Después de varios siglos de supervivencia entre revoluciones, guerras de religión y conflictos mundiales, un incierto accidente pone en ruinas nuestra historia común hecha de alegrías y tristezas, de odios y reconciliaciones. Todos los europeos que hoy se acongojan por semejante desastre lo hacen porque, sean de donde sean, todos somos ciudadanos de París, nuestra verdadera capital europea, aquella que siempre acogió a los exiliados por sus ideas liberales y librepensadoras. ¡Cuánto le debe España! Y este monumento, como cualquier otro europeo nos es propio. Y en esto consiste la identidad europea. Sentir y dolerse de que un bien común desaparezca ante nuestros ojos y con él toda la carga de familiaridad que nos une a él. El desastre de Notre-Dame está muy por encima de creencias religiosas. Es un templo lo que ha ardido, pero no sólo de la fe, sino de la razón, de la ilustración y de la civilización contra la barbarie; del esfuerzo del ser humano por crear belleza y encontrar sentido a la vida. Como escribió Todorov, la democracia, y Europa es su mayor valedora, en ningún caso exige luchar contra la presencia de la religión en la esfera pública. El laicismo no consiste en cuestionar las religiones, sino en establecer un marco legal e institucional que permita su coexistencia pacífica y asegure la libertad de conciencia de todo el mundo.
Notre-Dame arde para llamar la atención sobre los muchos males que aquejan a Europa, males ciertamente gravísimos: el riesgo de su desintegración, los nacionalismos, los fascismos o el populismo neobolchevique. Todos estos Jinetes del Apocalipsis son quienes han encendido la mecha (lo digo metafóricamente, aunque no tanto) de este monumento inmenso de la cultura europea. Porque Europa no sólo es la política o la economía, Europa es fundamentalmente una construcción cultural y espiritual. Como dice Claudio Magris: «Por Europa se entiende no sólo una expresión geográfica o un proyecto político, sino una civilización, un modo de ser, una pertenencia cultural, una afinidad entre sus habitantes más allá de sus fronteras». Por eso es muy de alabar la decisión del presidente Macron de que la rehabilitación del monumento sea una iniciativa europea y que, como en la Edad Media, participen arquitectos y artistas venidos de todas partes del continente. «Lo haremos juntos», ha dicho.
Europa es, sobre todo, su historia común, sus lenguas, sus monumentos, su arte, sus museos, sus escritores. Europa es cultura y sin cultura nunca acabará de construirse. Notre-Dame ha ardido como una inmolación para hacernos ver a todos que, a pesar de las décadas sin guerras, Europa sigue siendo sumamente frágil. Hitler planeó destruir París. La barbarie sobre la civilización.
Estos últimos años han sido convulsos, aunque no sólo para Europa. Los gurús y los politólogos anunciaron, por ejemplo, que los británicos –que tanta sangre derramaron por la liberación del continente– jamás votarían a favor de salir de la Unión Europea. Y ganó el Brexit, una gran carga de profundidad contra la estabilidad de todos. El Brexittodavía colea como un fantasma, a pesar de que ya la mayoría de sus votantes lo rechazan. Los gurús y los politólogos nos dijeron que Donald Trump jamás saldría elegido, y ahí está ejerciendo de aliado de Putin e instigador de alianzas antieuropeas. Los gurús y politólogos nos dijeron que la democracia jamás correría el riesgo de desconsolidarse. Y lo cierto es que sí lo corre y lo estamos viendo con los últimos acontecimientos.
Hoy el mundo, en general, y Europa en particular, es mucho más inestable que antaño. Y este incendio lo demuestra. De un día para otro, de una hora para otra, todo se puede venir abajo. Y los motivos empezamos a intuirlos. Y ¿quién asumirá la culpabilidad? El único baluarte de defensa asegurada contra los populismos y nacionalismos antieuropeos es esta misma unidad que se ha conformado para levantar de nuevo de sus cenizas a la catedral de Notre-Dame. Permanecer unidos todos los demócratas y alejar a esos aprendices de los totalitarismos de las sedes y los despachos del poder. Notre-Dame debe unirnos en un nuevo espíritu de concordia y de refundación de Europa.
La democracia liberal no debe mostrar condescendencia alguna con los sentimientos antieuropeos. Y para eso es fundamental reiterarnos en la relevancia de una educación cívica continental. Desde Platón a Cicerón, y desde Maquiavelo, Erasmo o Montaigne hasta Rousseau, todos filósofos europeos, estaban obsesionados con la cuestión de cómo inculcar la virtud política en los jóvenes. Y eso es lo que ahora, una vez más, debe hacer Europa. A través de Notre-Dame debemos explicar nuestra historia. La del pasado, ahora tristemente herida; pero, sobre todo, la del futuro.
En el filme de René Clement ¿Arde París?, con guión de Gore Vidal y Coppola (basada en el libro de Larry Collins y Dominique Lapierre) el protagonismo de la catedral de Notre-Dame es muy grande, pues enfrente de su entrada principal estaba, y aún está, la Prefectura de Policía que se levantó en los últimos días del desembarco de Normandía contra la ocupación nazi.
Las siete décadas transcurridas desde el final de la Segunda Guerra Mundial trajeron a la vieja Europa Occidental –y más tardíamente a la Oriental– paz, seguridad, desarrollo y prosperidad como nunca antes se había alcanzado. A diferencia de nuestros padres o abuelos, nosotros no tuvimos que afrontar una guerra (en el caso de nuestro país, civil), una revolución o una hambruna. La idea de que la democracia pueda desmoronarse de la noche a la mañana, como así ha sucedido inesperadamente con la catedral de Notre-Dame, contradice todas las horas y todos los días de nuestra experiencia personal de vida. ¿De nuevo la muerte y el hambre, la intolerancia y la pobreza? En una Europa rota, destruida, egoísta y arrastrada por los nacionalismos y populismos.
LA DEMOCRACIA en Europa ha perdurado por décadas y, a día de hoy, sigue siendo una excepción en su larga historia. Es fácil que los más jóvenes –afortunadamente para ellos no han conocido otra realidad–, den por supuesto que esto es inmutable, imperecedero como todos creíamos que era la catedral de Notre-Dame. Pero un día, a última hora de la tarde, las llamas lo consumen todo: nuestras ilusiones, nuestras esperanzas, nuestra historia. ¿Qué o cuál es la identidad europea? ¿Nos imaginamos a Europa sin el Museo del Prado, sin la catedral de Notre-Dame, sin la ciudad de Venecia, sin los museos de Berlín, sin el Vaticano o la Biblioteca Británica? En todos estos lugares está nuestra identidad europea. En todos estos lugares se custodia nuestra propia existencia.
El gran filósofo francés Guy Debord dedicó todo un libro a analizar esta frase latina: «In girum imus nocte et consumimur igni». Viendo por la televisión en directo cómo las llamas consumían esta gran bandera de Europa la recordé. Sí, «damos vueltas en la noche mientras somos devorados por el fuego».
No permitamos que arda Europa.
César Antonio Molina es escritor y ex director del Instituto Cervantes. Ex ministro de Cultura. Su último libro es Las democracias suicidas (Fórcola).