JUAN CARLOS VILORIA-El Correo
Se reedita ahora el ensayo de Francis Fukuyama: ‘El fin de la historia y el último hombre’. En una entrevista de relanzamiento, Fukuyama sostiene dos afirmaciones preocupantes. Que la proliferación masiva de «derechos nuevos» por la discriminación positiva indica una rivalidad constante entre grupos sociales. Y en consecuencia que los derechos universales del individuo comienzan a disolverse en un caos de derechos particulares. A su juicio, es extremadamente peligroso para toda democracia dividirse en tantas categorías definidas por una sola biología. En una democracia liberal Fukuyama sostiene que la población debe verse como perteneciente a una misma comunidad democrática. Como todas sus reflexiones desde ‘El fin de la historia’, esta también es sumamente provocadora. Su ensayo fue un libro de culto porque coincidiendo con el hundimiento de la URSS y el comunismo, la caída del muro de Berlín y las manifestaciones por la libertad en Tiananmen, pronosticaba que el triunfo de la democracia liberal sería la estación término de la búsqueda por el hombre moderno de un sistema político ideal. Sin embargo, casi treinta años después es más pesimista y dice que hay un riesgo de que la democracia sea derrotada. Fukuyama teme que los jóvenes den por hecho que siempre vivirán en paz y democracia, y que se queden en la terraza del café «con un mojito en la mano» y no combatan el autoritarismo, el populismo, la «vetocracia» y otros males que acechan a la libertad. El peligro reside en el despertar de las crispaciones identitarias y avivar ideologías difuntas como el fascismo y el comunismo. En la Unión Europea están brotando precisamente todos los vicios que ensombrecen la democracia liberal con el problema de la inmigración, el nacionalismo y el islamismo como catalizadores de los peores enemigos de la democracia. Un síntoma revelador de la crisis es que nunca la propia palabra democracia se ha utilizado con tanta profusión como arma arrojadiza. Aquí, en casa, desde el nacionalismo identitario, el populismo y especialmente el separatismo catalán se han adueñado de la palabra para enfrentarse al Estado y descalificar todos los obstáculos que les impiden alcanzar sus objetivos: el Tribunal Constitucional, el Gobierno central, el Tribunal Supremo. Todos son «antidemocráticos». Es muy burdo pero cala. A partir del momento en que la democracia liberal es un comodín para políticas anticonstitucionales o sectarias, se desvirtúa su principal función de equilibrio y arbitraje entre sectores políticos y sociales de intereses confrontados. A su sombra, en España, está prosperando la «política basura». Y al convertir la política y la democracia en entretenimiento y arma arrojadiza, solo ganan ciertos programas de televisión superficiales pero cada vez más decisivos en la formación de la voluntad política ciudadana.