Juan José Álvarez-El Correo
- Parece triunfar una perversa dinámica que busca una ciudadanía ‘tribalizada’
Salvo muy honrosas excepciones, la descalificación mutua entre competidores políticos a la que estamos asistiendo en el Congreso de los Diputados, en este momento de interinidad abierto tras las elecciones generales y a la espera de la nueva sesión de investidura, representa ante todo una profunda falta de respeto hacia la ciudadanía.
El barrizal dialéctico político deriva en el estéril espectáculo de la simple confrontación y en la ausencia de un verdadero debate de ideas y proyectos. Los poco edificantes discursos -tan maniqueos como simplistas-, los enfrentamientos y exabruptos que caracterizan con frecuencia este tiempo político parecen marcar una tendencia, tan penosa como irresponsable, hacia la escenificación y la priorización de las emociones sobre la razón y la argumentación. A falta de discurso, de valores como la búsqueda del acuerdo y la concordia, la propuesta es apelar a la épica y a la bronca como argumento.
No es cuestión solo de buena o de mala educación. El respeto debe presidir las relaciones entre quienes nos representan. Si no es así, si quienes deben aportar ejemplo muestran la vía del desprecio y de la exclusión como cauce de expresión de sus ideas políticas, ¿qué cabrá esperar de nosotros, de la ciudadanía?
Resulta muy fácil encender la chispa de la crispación, pero muy difícil, en cambio, parar a tiempo esa espiral de descalificaciones que parece asemejarse cada vez más a una suerte de matonismo político. Pero hay algo más preocupante aún: esa falta de comunicación y de interacción entre los representantes políticos revela su incapacidad para alcanzar consensos.
No se trata de que todos estén de acuerdo en todo, pero el pluralismo no puede convertirse en un trato despectivo y excluyente. La permanente descalificación del adversario, de sus proyectos y de las personas que los exponen evidencia en realidad que quienes recurren a esas tácticas dialécticas no están, en el fondo, convencidos del valor de sus convicciones.
Parece causar furor la imposición de la polarización. O conmigo o contra mí. Se instaura una especie de reduccionismo habitual y cotidiano en los modos dominantes de interpretar la realidad, mucho más rica en matices y mucho más compleja que la que ofrece el discurso imperante. Y ese discurso acaba fortaleciendo los extremos y achica los espacios y opciones que relativizan los postulados radicales y defienden una aproximación hacia los acuerdos, siempre mucho más difíciles de alcanzar que los disensos.
La ciudadanía solo recuperará la confianza en sus instituciones si construimos una nueva cultura política. Hay una necesidad social que parece ir en dirección contraria a la lógica de la crispación y de la bronca permanente, concretada en que, en lugar de acentuar lo que distingue y separa a las formaciones políticas, estas se pongan de acuerdo para tratar de encontrar puntos de encuentro respecto a cuestiones troncales para la convivencia, la paz social y el fortalecimiento de los derechos y libertades sociales y políticos.
Buscar la bronca permanente, la descalificación y la crispación continua, jugar a la adhesión o al odio como únicas opciones, ‘ser o de los míos o mi enemigo’ parece poder aportar, en apariencia, ciertos réditos electorales, pero en realidad se acaba volviendo en contra de quien exhibe este tipo de dialéctica política.
Lo peor es que parece triunfar una perversa dinámica que pretende orillar las identidades políticas múltiples y las intenta subsumir en una lógica de tipo binario extensible también a nosotros, convertidos en una ciudadanía ‘tribalizada’ en atención a la opción política a la que cada miembro haya votado y a la que parece pretender negar la posibilidad de huir de adhesiones inquebrantables o de seguidismos acríticos ajenos al pluralismo democrático.
La política no es un juego en blanco y negro. La sociedad contemporánea tiene una enorme complejidad, que no puede ser comprendida si se la reduce a un principio explicativo único y excluyente. No cabe construir ningún proyecto político desde lo negativo, desde el desprecio ni desde la prepotencia.
Antonio Muñoz Molina hablaba hace poco de «música de arengas», refiriéndose a que en España la vida política y parlamentaria consiste sobre todo en eso, en cruces de discursos que en general carecen de todo interés, son con frecuencia tan triviales como agresivos y su finalidad no es tanto transmitir informaciones o argumentos como alimentar el fervor de los ya convencidos y el rechazo y el escándalo de los adversarios, que en la política zafia no se distinguen de los enemigos.
El edificio de la convivencia es más débil de lo que parece. Lo peor, siendo como es una mala praxis política, no es solo la creación de ese clima de hostilidad belicosa, sino el hecho de que, a sabiendas de que tal modo de hacer política derrumba puentes que tanto ha costado edificar, se insista en esa orientación. Es la búsqueda del poder por el poder y todo parece valer, cueste lo que cueste en términos de convivencia democrática.