El Correo-ANTONIO RIVERA
¿Cómo evitas la consecuencia de que los saudíes te quiten el encargo de construir cinco fragatas, con las que se mantendrá el empleo en una zona con un 30% de paro?
La reciente discusión acerca de las bombas inteligentes que les revendemos a los saudíes para atacar a sus vecinos ha desnudado las posibilidades y límites de la política. Normalmente, esta se desarrolla en unos marcos contenidos: se maquillan algunos aspectos, se reforma y se charla la mayor parte del tiempo sobre asuntos que no van a ir a ninguna parte, una especie de cotilleo protagonizado por la clase política y sus cosas. Pero, a veces, se cuestiona radicalmente lo anterior, la política adopta las mayúsculas y se arremanga para cambiar por completo algo. El ejemplo puede ir del secesionismo catalán a la penalización de los contaminantes motores diésel o a la implantación de la ley de dependencia. En otras, como en esta de las bombas para los saudíes, se trata de compaginar las convicciones extendidas o el horror ante la realidad –los niños recientemente masacrados en Yemen– con las posibilidades reales de la política. Es la política cruda, sin ambages ni barreras.
Lo explicaba muy bien un dirigente de Podemos, con esa clarividencia tan propia de la izquierda radical. Venía a decir que estaba en contra de esas ventas, a favor de la carga de trabajo para los astilleros gaditanos y denunciaba la tardanza en desarrollar un modelo productivo alternativo para Andalucía. Las tres cosas en una misma frase, sin pestañear ni tomar aire en medio. Puro sentido común si uno fuera un político opositor, un sostenedor circunstancial del Gobierno –como es él–, un analista o tertuliano, un activista o un ciudadano enfurecido por semejante atentado contra la humanidad. Pero ¿y si eres un gobernante? ¿Cómo se encaja el trinomio de soluciones en el marco temporal de una legislatura y en el de las posibilidades de tomar una decisión con el apoyo político correspondiente? ¿Cómo evitas la consecuencia de que los saudíes reaccionen quitándote el encargo para construir cinco fragatas, no menos inteligentes y bélicas, con las que se mantendrá el trabajo de miles de trabajadores en un lugar que ronda el 30% de paro? Es una de esas situaciones en las que uno no quisiera ser político gobernante.
Pero esa es la política de verdad, la que cambia las cosas. Y ahí se muestran tal cual las posibilidades del sistema. Normalmente, ante una situación como la planteada con las armas para los saudíes, la realpolitik acaba imponiéndose: es mucho más gravoso el impacto negativo de una decisión innovadora que los beneficios que reporta a quien la toma. La presión en este caso de la plantilla de astilleros y de la opinión pública pesa más que la paz universal; además, la primera tiene un claro destinatario en negativo, el Gobierno, y la segunda tiene una clientela evanescente, la ciudadanía. Echamos cuentas y preferimos dejarlo pasar. Entonces actúa la parva política de los lingüistas para la ocasión y se redacta un argumentario hilarante que dice que las bombas son solo para atacar a los malos. El ciudadano apocalíptico se enfurece más aún y el convencido de la complejidad de las cosas se lo echa a la espalda con resignación. El cínico hace causa infame contra el Gobierno correspondiente y defiende argumentos que generan rubor.
Lo que pasa es que esta manera de obrar tropieza desde hace un tiempo con su reverso. Los situados en las antípodas del buenismo universal no tienen reparos en tomar decisiones de política cruda, cargándose de un plumazo el statu quo existente. Ahí está toda la pléyade de políticos populistas de todo color que no dudan en tomar posiciones contundentes, apartándose de instituciones, negándoles a estas su contribución si se empeñan en seguir protegiendo a molestos débiles o llevando a cabo iniciativas que un día nos dejaron con la boca abierta por su atrevimiento; hoy ya casi no.
¿Se ha quedado la realpolitik solo para las fuerzas que aspiran a cambiar las cosas mediante su lenta reforma y no por su contundente radicalidad? ¿O para los que solo aspiran a mantener lo existente? ¿No es esa una de las razones del éxito de ese otro lenguaje, formas y decisiones que adoptan los populistas? Y, sin embargo, estamos educados para entender la difícilmente resoluble contradicción en que se encontró la ministra en este caso, aunque atisbamos que las maneras de hacer política están cambiando por la vía de impugnar esa lógica tradicional. Un asunto realmente endiablado.
Las limitaciones de la política es un tema de nuestro tiempo. El desaparecido Bauman insistía en que las decisiones cada vez menos se encuentran en ese espacio; cada vez más condicionan poderosamente otros poderes, de los intereses privados de las empresas hasta el manejo y conformación de las opiniones públicas. Además, la propia complejidad de nuestras sociedades hace del ciudadano apocalíptico un sujeto popular, pero poco creíble. Los medios de comunicación se manejan en el mismo esquema: la noticia de unos niños muertos en un bombardeo antecede o sigue a la de las quejas por cierre de una factoría dedicada a esos menesteres destructivos. En los dos casos tendremos el testimonio de alguien rasgándose las vestiduras, pero, después del impacto, les creeremos hasta lo debido: la opinión del ciudadano se conforma con una multiplicidad de informaciones, imágenes e intereses, y pocos se mueven por un solo motivo central; solo los apocalípticos de una causa que salen en los veinte segundos de esa noticia. Podría cerrar este texto con un desgarro moral, pero quizás sea mejor dejarlo aquí.