Arcadi Espada, EL MUNDO 17/11/12
Querido J:
Hace un par de semanas que quiero escribirte sobre Maite Pagaza, a la que han despedido de la presidencia de la Fundación de Víctimas del Terrorismo, que ocupó durante los últimos siete cruciales años. El despido tiene muchos cabos por atar y algunos de ellos ya los ha atado el comentarista González en su blog.
El cabo del dinero es el que más me interesa. Una vez Pagaza estaba en la calle, los voceros más o menos progubernamentales dijeron de la que llegaba: «¡Y ésta, además, lo hace gratis!». En otro tiempo, la precisión hubiese puesto en guardia a cualquiera porque revelaría un fondo puramente amateur en la gestión de la empresa. Pero estamos en los tiempos en que la presidenta de la comunidad de Castilla-La Mancha y secretaria general del partido político gobernante decide que los parlamentarios no van a cobrar por su trabajo. Estamos en los tiempos desahuciados en que se reclama todo para el pueblo, todo, excepto la asunción de las responsabilidades individuales a la hora de contraer deudas. Estamos en los tiempos de infección oportunista en que empresarios de ampuloso discurso liberal, partidarios del mérito y para los que la desigualdad es la realidad, se comportan como marxistas lineales a la hora de podar igualitariamente el sueldo de sus empleados. Estamos en los tiempos en que, después de descargarse unas chucherías en su ordenador, el jovencito acostumbrado por la red al culoveo/culoquiero dice: «Es que es muy fácil ser ‘legal’ teniendo muchos euros en el bolsillo», frase donde lo más importante, como habrás advertido, son las comillas. En estos tiempos de moral gratis total (pareado y paredón), han despedido a Maite Pagaza del lugar que había ocupado con entereza, eficacia y un sentido común que suele echarse de menos en las víctimas, seres dramáticamente excepcionales.
Maite Pagaza y yo, que somos amigos desde que mataron a su hermano, hemos hablado innumerables veces sobre cuestiones difíciles: la muerte, la soledad, la sangre, la filología, la memoria, las hijas, la tregua o el perdón. Bien: a veces también nos hemos comido algún arroz, más facilón. Lo cierto es que en esas conversaciones yo olvidaba enseguida que era una víctima. Esto tiene una gran importancia. Cuando una víctima se decide a dar el paso público, es decir, decide exhibirse en el ir y venir a veces cruel y siempre confuso de la política y de los medios, debe estar dispuesta a recibir el mismo trato polémico que cualquiera. Debe ser consciente de aquello que ya dejó escrito Pascal Bruckner hace tantos años, sobre la imposibilidad de que la condición de víctima te otorgue siempre y automáticamente la razón.
He hablado con bastantes víctimas vascas. A veces, cuando la conversación se ponía tensa, advertía cómo los ojos de mis interlocutores marchaban camino del refugio íntimo, de su recuerdo y de su dolor, para extraer de allí un consuelo que la conversación abierta no estaba dándoles: la razón. La razón última. Esa oscilación entre lo público y lo privado tal vez sea inevitable; pero debilita la posición política de las víctimas, como lo hace cualquier otro tipo de discriminación positiva. Jamás vi esa superioridad sentimental en los ojos de Maite Pagaza. Dadas sus condiciones de equilibrio e inteligencia, proyectadas sobre el asunto más terrible de las tres décadas de democracia española, no entiendo qué hace en una oscura dependencia administrativa de la ciudad de Logroño, de forzado regreso de su experiencia pública.
El ministro del Interior, un hombre de la confianza antigua del presidente del Gobierno, es un político ciertamente pintoresco. Alguien que cree, como escribe Boadella en ese libro que le ha hecho su mujer, que la Virgen de Fátima anunció a las pastorcillas la caída del comunismo y que mediante el ingenio de la profecía autocumplida colaboró decisivamente en el acontecimiento apoteósico. Últimamente el ministro nos ha deleitado con una frase de amplio y preocupante espectro referente al matrimonio homosexual: «Volvería a hacerlo». No el casarse, desde luego, sino el recurso que promovió contra ese matrimonio. Se supone que la ley pone un concluyente punto final a los deseos de las personas; pero no es el caso del ministro del Interior, que, como el nacionalismo catalán (cuya hegemonía en el centro derecha catalán tanto ayudó a consolidar en sus años de parlamentario entregado), cree que la ley está por debajo de las convicciones.
Pero incluso de este ministro del Interior cabría esperar prudencia técnica y astucia política a la hora de permitir que Maite Pagaza desapareciera de la escena pública, cuando la reconstrucción de la vida moral en el País Vasco está justo a punto de comenzar. Se me objetará que lo que precisamente ha querido hacer el ministro, al igual que con el apartamiento previo de Rogelio Alonso, es garantizarse la mediocridad, y la docilidad, de sus decisiones. Es probable. Pero hace un año a mí se me dijo que éste iba a ser el Gobierno de los mejores. Se puede aceptar que el presidente Rajoy diga que la realidad le ha obligado a cambiar sus decisiones cuando la realidad es un déficit mal calculado; pero que la realidad sea que aquellos mejores resultaron ser estos inútiles es más difícil de asumir.
El tipo de hechos que demuestran, para delicia del Massagran, que España es un Estado sin grandeza y una ramplona nación de partidos.
Sigue con salud
Arcadi Espada, EL MUNDO 17/11/12