Ignacio Camacho-ABC
- La cuestión lingüística es la punta de lanza de una ofensiva contra el Estado y sus ya escasas instituciones unitarias
Hace una década armó cierto revuelo la foto del ceutí Manuel Chaves colocándose un pinganillo en el Senado para escuchar un discurso en catalán del cordobés José Montilla, a la sazón presidente de la Generalitat, el primer y hasta ahora único ‘charnego’ que ha ocupado ese puesto. La cooficialidad estaba vigente en la Cámara Alta desde 2005 pero aquella situación grotesca la elevó a la categoría de esperpento: una deformación sistemática de la realidad llevada al extremo. Entonces los traductores sólo intervenían en algunas ocasiones puntuales, pero a partir de ahora tendrán que hacerlo -al coste anual de un millón de euros- cada vez que sean requeridos en virtud de una reforma del reglamento que consagra la potestad de los senadores para intervenir en cualquier momento de su actividad en euskera, catalán o gallego. La propuesta salió adelante gracias a que el PSOE, siempre atento a la «realidad plurinacional», dio su visto bueno.
El español es el idioma nativo de 490 millones de personas según el Instituto Cervantes. Es la segunda lengua materna del planeta, tras el chino mandarín, y la tercera en internet y en el cómputo global de hablantes si se suman otros cien millones de usuarios potenciales que lo estudian o lo conocen en parte. Su proyección de crecimiento por razones demográficas es imparable y al menos hasta final de siglo continuará en avance. Pues bien, sólo hay un país en el mundo donde la importancia de ese gigantesco patrimonio cultural está cuestionada. Se llama España y vive un perpetuo conflicto de sensibilidades inflamadas en el que la cuestión lingüística se ha convertido en la punta de lanza de una ofensiva contra la estructura del Estado y sus ya escasas instituciones unitarias.
Viene de largo. La presión de los nacionalismos incluso logró que la Constitución vigente sustituyese el gentilicio idiomático general por el más restrictivo de «castellano». A partir de ahí, los soberanistas no han cesado de arrinconarlo para hacer de sus lenguas autóctonas un instrumento de exclusión de los ciudadanos reacios a la imposición de un marco identitario. Culminada en la práctica la etapa cardinal, la de la hegemonía en sus territorios, se han lanzado a la fase expansiva de asentar el triunfo a mayor escala mediante gestos de potente simbología. La brigada de intérpretes del Senado, que pretenden ampliar al Congreso, es la expresión de ese espíritu de conquista, la pica clavada en el centro de la vida política como alegoría de su posición decisiva en el entramado de poder sanchista. Y tienen permiso para seguir adelante. La ‘koiné’ franca de dos continentes y medio troceada en una patética babel de auriculares no sólo representa la teoría del caos, la apoteosis del disparate. Es el emblema de la claudicación de una sociedad decidida a autolesionarse renunciando a la más valiosa de sus riquezas inmateriales.