En política resulta fácil hacer trampas cuando la ciudadanía es crédula y carece de amor propio o está apaleada por la vida. Si no se exige la verdad, se tragan las mentiras que alguien sepa dar; entre ellas, la de que no hay nada que hacer.
Demasiado a menudo solo tenemos oídos y ojos para los demagogos; «los cortesanos de la voluntad popular», los llamó el sociólogo Robert Michels. Estamos ‘hechos’ para oír determinadas cosas y no otras. Al renunciar al sentido crítico, nos instalamos en lo convencional y nos permitimos criticar solo lo que no está ampliamente aceptado. Este hábito de muchos produce una regresión democrática. En cambio, estar en forma democrática supone escuchar y hablar de forma abierta, estableciendo una conexión emocional con quien tengamos delante y renunciar a ser presuntuosos e ignorantes.
El peligro es habitar cavidades subterráneas y cerrar filas con personas de actitudes retrógradas; a menudo lo son quienes se etiquetan como progresistas. Julio Rey Pastor, uno de los mejores matemáticos españoles del siglo XX, ironizaba en una carta a Ramón y Cajal en 1933 sobre «nuestros trogloditas monárquicos o republicanos». Ambos científicos habían celebrado la República, pero sabían que había cavernícolas en todas las posturas políticas; y no lo ocultaban, no se permitían ser sectarios.
La clave del progreso de un equipo es querer y saber «unir los esfuerzos de mentes divergentes», escribió Alexis de Tocqueville. Solo así se puede entrar en un círculo virtuoso y dejar atrás los signos y consignas que nos atosigan. Con esta actitud, hace 30 años se logró el gran éxito de los Juegos Olímpicos de Barcelona’92.