Joseba Arregi-El Correo

No debe ser fácil ser ni político ni politólogo en estos días. Llevamos años escuchando a los expertos cómo han cambiado las condiciones en las que se lleva a cabo el ejercicio de la política: desde la transformación paulatina o repentina de los supuestos en los que se basaba la política en la modernidad hasta el cambio de contexto impuesto por las nuevas tecnologías, el acceso de la población a ejercer de opinión pública, la creación instantánea de movimientos populares a favor o en contra de algo. Aunque no pocos de los que nos habían anunciado estos cambios radicales en el modo de hacer política parece que han comenzado a recular y a volver a subrayar la validez de algunos principios tradicionales como el de representación parlamentaria. Pero algunas tendencias, aunque locales, vuelven a dinamitar el horizonte que nos permitía entender el ejercicio del poder controlado por los votos y por el derecho. Aunque la política siempre ha necesitado de algún grado de ficción, ahora parece que de la mano de determinados nacionalismos como el catalán la ficción se ha adueñado por completo de la política.

No se trata solo de la voluntad del presidente destituido Puigdemont de ser investido de forma telemática como nuevo presidente de la Generalitat. Ese hecho pone de manifiesto el grado de ficcionalidad adquirida por la idea de política de algunos de los actores principales en el escenario catalán –aunque dicho escenario se encuentre en Bruselas, algo que forma parte de la ficción–. Forma parte de la ficción también el vaciado de sentido de las palabras. Todos los actores de la, ahora, nonata república catalana han cantado sin cesar las loas del diálogo como elemento fundamental de la política. Pero en cuanto han podido han recurrido al ejercicio del poder de la mayoría –de parlamentarios, pero no de votos– para asegurarse el manejo de la Mesa del nuevo Parlament. Lo mismo les sucede a los Comunes: tras haberse pasado la campaña proclamando la bondad de la transversalidad solo posible sobre el eje que conformaban ellos, transversalidad necesaria para que no se dividiera definitivamente la sociedad catalana, ahora se descuelgan y hacen imposible dar la presidencia del Parlament a Ciudadanos, aun siendo este el primer partido en votos representado en dicho Parlamento.

Vemos a propulsores de la república y/o de una política de izquierdas pidiendo rodearse de obispos y abades, proclamar su profundo catolicismo y el amor como base de su ideario político, un amor que al parecer no llega a considerar como ciudadanos catalanes de pleno derecho a los no nacionalistas. Los iniciadores de todo el proceso se van o dicen que ahora no hay votos para proclamar la independencia, cuando decían que sí los había cuando lo plantearon ellos, siendo el diferencial de porcentaje menos de uno. La unilateralidad era la única vía posible, mientras que ahora predican la necesidad de que sea el Estado, mejor dicho: el Gobierno central, el que convoque el referéndum en Cataluña porque solo así será legal.

Toda esta ficción política es el colofón adecuado a la ficción que está en la base de todo nacionalismo: tomar la parte por el todo y definir la base en un sentimiento difuso que se puede manipular al gusto para que no pueda ser atacado por argumentos racionales, para que no pueda ser sometido a un debate racional. Construir nación partiendo de que ya existe, pero que no es completa, pues hay quienes en el mismo territorio no se incluyen en esa nación, con lo que la misma proclamación de nación divide la sociedad en la que se pretende que sea implantada en su plenitud. Un solo pueblo, una sola lengua, un solo sentimiento de pertenencia como la ficción sobre la que se fundamenta la nación no solo a construir, sino imposible de construir sobre la base democrática del respeto a la libertad de conciencia y de identidad, y al pluralismo.

Y aunque en estos momentos desde fuera de Euskadi se pone al nacionalismo vasco como ejemplo de moderación, pragmatismo y pactismo –sin que falten las autoalabanzas del propio lehendakari en el foro en el que le toque hablar– frente a la deriva del nacionalismo catalán, bien mirado lo que sigue dominando el discurso político del nacionalismo vasco es algo muy parecido a lo de Cataluña: exigir que se pueda cumplir lo que quiere el nacionalismo vasco desde siempre, construir la nación vasca, la autodeterminación, llevar a cabo el derecho a decidir, la bilateralidad de igual a igual con el Estado y la confederación, pero eso sí, contando con el beneplácito de todos, con la bendición del conjunto de la población vasca, o al menos de una amplia mayoría de ellos, o al menos con la mayoría del Parlamento vasco, aunque se sepa que en esa cuestión la representación parlamentaria no es siempre lo que parece, del resto de España y de Europa.

Si España es un Estado plurinacional como gusta de proclamar al nacionalismo vasco, Euskadi lo es tanto o más que la misma España, pues en Euskadi no hay, a diferencia de España, ningún kilómetro cuadrado en el que la población sea homogénea en el sentimiento de pertenencia nacional. Pero la ficción permite decir que España es plurinacional y Euskadi nación, y se reclama a las altas instancias europeas el reconocimiento de este hecho-ficción.

La realidad no ficcionada es que existen vascos que no pueden relacionarse en su interior de forma bilateral porque ello supondría precipitar en pureza los elementos que componen su realidad personal. Creo incluso que son la mayoría, y no solo en la práctica de su vida diaria, sino en su forma de entenderse a sí mismos. Un euskaldun que considera el castellano como lengua propia, sepa además otras lenguas, habite con normalidad en las distintas culturas europeas y sepa que su cultura euskaldun es incomprensible sin la herencia hebrea, el racionalismo griego, el derecho romano, la Edad Media y su cristiandad, la cultura moderna y los lenguajes tecnocientíficos no puede relacionarse consigo mismo de forma bilateral si no es suicidándose espiritualmente. Pura ficción.