Kepa Aulestia, EL CORREO, 2/6/12
Los mismos tecnócratas que exigen respuestas a las instituciones públicas son los que coartan su actuación
La semana nos ha ofrecido otro largo episodio sobre el cerco al que las convulsiones financieras están sometiendo a una política cada vez más menguante. En un mismo día, el pasado jueves, Mario Draghi arremetió despiadadamente contra el modo en que España ha afrontado el caso Bankia, tarde y mal. El vicepresidente de la CEOE Arturo Fernández reprochaba sin embargo el dramatismo con que «los reguladores» –UE, Banco de España y Gobierno– han afrontado el problema, tratando de relativizar su gravedad. El presidente del BBVA, Francisco González, señalaba que la economía española se enfrenta a problemas de orden político y no financiero o de solvencia. Todo para que ayer de la caja de las sorpresas saliera un documento abiertamente crítico de Rato respecto al rescate público del banco que presidía, al tiempo que la prima de riesgo cerraba la semana en máximos. Mientras tanto el reconocimiento moral por parte de las instancias internacionales hacia los sacrificios que está asumiendo la sociedad española va acompañado siempre de las consabidas advertencias sobre su insuficiencia. Es nuestra particular versión de una política intervenida.
Resulta inquietante la habilidad con la que los gestores económicos y los tecnócratas escurren el bulto de su implicación en el curso de acontecimientos tan demoledores. La inexplicable e inexplicada aventura de Bankia es el ejemplo extremo de algo que al parecer muchos veían venir y nadie quiso denunciar por un extraño sentido de la prudencia. Pero más inadmisible es que los mismos tecnócratas que cuestionan la eficacia de las instituciones públicas a la hora de manejarse en la ‘tormenta perfecta’ las emplazan un día a actuar y al siguiente a permanecer quietas, sin que expliquen las razones de semejante vaivén de criterios. El efecto inmediato es el aturdimiento en el que se ven sumidos los responsables políticos cuya pasta parece tan especial que creen disimularlo con naturalidad. La política española está intervenida y los mismos que la intervienen reclaman de ella aquello que impiden que haga.
Pero por injusta y hasta arrogante que sea la actitud de banqueros, grandes empresarios y tecnócratas al interpelar a la política y emplazarla para que reaccione, no exime a las instituciones y partidos de reconocer su debilidad y ponerle remedio. La duda está en si de verdad podrían corregir su comportamiento. La sorprendente tranquilidad con la que desde Mariano Rajoy a Patxi López y desde De Guindos a Mas Colell se manejan los responsables políticos ante los micrófonos, con gesto de mantener firme el timón y saber perfectamente hacia donde van, denota unas veces un rictus obligado y otras una actitud tan distante que podría confundirse con la indolencia. Entre la impasibilidad y el fatalismo las diferencias son a veces inapreciables.
Esta misma semana la volatilidad financiera ha dado lugar a una política volátil, hasta el punto de que las cuitas internas del PSOE en cuanto a la manera de hacer oposición han acabado acallando la crítica a los recortes y reformas del PP, obligándose los socialistas a mostrar el lado patriótico de una formación dispuesta a aparcar algunas desavenencias con tal de que el país no se vea empujado al rescate europeo. A primera vista podría decirse que se trata de un paréntesis de distensión en las relaciones entre un Gobierno al que la mayoría absoluta se le queda corta para navegar tan a contracorriente y un partido socialista inmerso en el dilema de cómo sortear un momento tan comprometido sin caer en la irresponsabilidad. Pero la política intervenida está reflejando una quiebra más profunda, cual es la del final de los paradigmas que apuntalan cada opción partidaria. La socialdemocracia defensora del estado del bienestar se encuentra con dificultades para definir exactamente qué quiere preservar y a qué precio, al margen de los eslóganes de rigor. El ánimo reformador de los populares ya no se muestra tan alegre como al principio de la legislatura porque la feliz coincidencia entre la necesidad de drásticos ajustes presupuestarios y el perfil marcadamente liberal que adoptaban los recortes resulta desconcertante para sus propias bases.
La crisis está dando lugar a una nueva dualidad entre aquellos sectores sociales que se creen en disposición de arreglárselas por su cuenta y aquellos otros que se sienten desamparados en la nueva situación. Lo cual no presupone la existencia de dos corrientes sociales y culturales susceptibles de ser encuadradas según esquemas partidarios, sino más bien la génesis de una nueva transformación ‘individuante’, que atomiza intereses y aspiraciones y resta credibilidad a las instituciones. Frente a ello el debate austeridad-crecimiento se antoja un ejercicio de prestidigitación.
Un sistema basado en el escrutinio electoral no cuenta con muchas facilidades para navegar en las ‘tormentas perfectas’ que, una tras otra, nos deparará la globalización. La sucesión de gobiernos que han caído por efecto de la crisis es de una elocuencia aplastante. Las restricciones presupuestarias inducen además una devaluación en la clase política, puesto que las dificultades son tantas, tan imprevisibles sus consecuencias y tan discutibles las soluciones, que se disipa el propio principio de responsabilidad pública. Los partidos no constituyen mecanismos de decisión a la altura de estas circunstancias, sino colectivos que capean el temporal llevados por el instinto de conservación, lo que acaban contagiando a las instituciones representativas. Esto a su vez alimenta la arrogancia de los mercados y de los mercaderes, que nunca se responsabilizan de actos cuyos efectos se miden con la dramática asepsia del índice bursátil, mientras les tienta inspirar al dictado la política intervenida.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 2/6/12