Este verano está siendo pródigo en noticias que trascienden la política nacional, que ha quedado así disminuida en sus habituales conflictos. La dimensión de problemas como la lucha contra la pandemia, el cambio climático, las sacudidas geopolíticas, el temor a las grandes migraciones o las amenazas a la democracia hacen que “lo nuestro”, eso sobre lo que solemos despedazarnos retóricamente todos los días, quede como mera calderilla política. Esto no significa que no tenga importancia la política nacional. Todo lo contrario. Deberíamos estar discutiendo cómo abordar todas esas amenazas desde nuestra propia esfera de acción política, buscar cómo defendernos frente a ellas o sumarnos a iniciativas de los que participan de nuestras circunstancias y valores.

Sin embargo, a pesar de la canícula y de que se notan las vacaciones de los políticos, basta asomarse a las redes sociales para ver que seguimos con las ya cansinas disputas familiares. Da igual qué tan graves o intensos sean los problemas que vienen de fuera, siempre tienden a quedar opacados por nuestro empecinamiento en seguir poniendo en el centro nuestras guerras parroquiales. Más que tratar de resolver los problemas aludidos importa buscar culpables, regocijarnos en el despelleje mutuo. Combatir al adversario político parece que siempre tiene prioridad sobre la exploración de posibles soluciones. La negatividad se impone a la creatividad.

Desde luego, este estado de cosas deriva de la polarización, pero esta no surge porque sí, obedece quizá a un cambio sustancial en la forma en la que tendemos a contemplar la política en la democracia digital. Bret Stephens, uno de los más agudos comentaristas políticos del New York Times, nos la presenta como sujeta a un continuo proceso de “pornificación”. Agárrense, porque su definición no tiene precio: “La reducción de la política a una especie de gruñido espasmódico obsceno al servicio de una autosatisfacción narcisista erógena”. Traducido, significa que las redes sociales -Stephens habla de Twitter en particular- propenden a facilitar una mirada pornográfica de lo político: “revela, pero distorsiona; excita, pero hastía; degrada a sus usuarios y es .., bueno, eyaculatoria”. El placer de su uso reside en que permite ser testigo de la chanza y la humillación de los otros y nos facilita el sacar a la luz nuestras emociones primarias, entregarnos a los deseos inconfesados, a prejuicios raciales y todo tipo de fantasías secretas. “Si la pornografía va del cuerpo desnudo y gimiente, Twitter va del cerebro desnudo y gimiente”.

Todos sabemos que dicha red social también es otra cosa. De no ser así no colgaría esta columna en ella. Pero el síndrome de la pornificación sirve como tipo ideal de una forma de hacer política que explica en parte aquello que abordábamos al principio, ese regodeo de participar de la jauría a la que nos sentimos adscritos. Lo malo es que la pornografía está reñida con Eros, con la grandeza de reconocer al otro en su alteridad, no como un mero instrumento de placer voyerista o simple mercancía. Traduciendo esto a la política, equivaldría a tratar de recuperar eso a lo que alude el propio Stephens, “algún tipo de mutualidad, que fuera consensual, creativa, divertida, generosa, intensa y, ocasionalmente, fructífera”. O sea, erótica.