Kepa Eulestia-El Correo

El candidato del nuevo PP vasco a lehendakari, Carlos Iturgaiz, recibió la llamada de Pablo Casado «entre las seis y media y las siete menos cuarto» de la tarde del domingo 23, ofreciéndole encabezar las listas populares en las autonómicas del 5 de abril en sustitución de Alfonso Alonso. En la mañana del lunes 24 estrenó su candidatura yendo más allá de lo que el PP de Casado había ido antes, al calificar de «fasciocomunista» al Gobierno de Pedro Sánchez, y al apelar a los votantes de Vox a que le secunden entre loas a Santiago Abascal.

La candidata del nuevo Elkarrekin Podemos a lehendakari, Miren Gorrotxategi, esperó un día entero tras la confirmación de su victoria en las primarias moradas para comparecer públicamente haciendo suyas las palabras de sus próximos abogando por la gestación de una mayoría de izquierdas con el PSE y EH Bildu. Las sorpresivas candidaturas de Iturgaiz y Gorrotxategi conceden una inesperada oportunidad a jeltzales, izquierda abertzale y socialistas para concentrar el voto ciudadano en torno a estas tres siglas. Con lo que la suerte estaría echada a favor de la continuidad.

Pero lo sucedido esta semana reflejaría algo más, tanto respecto a la calidad democrática de la vida partidaria como en cuanto a la persistencia de formaciones que se manifiestan más centralistas que el Estado constitucional. Es inevitable pensar que, al margen de sus deseos por restablecer la unidad del centro-derecha español, Pablo Casado ha utilizado la entente con Ciudadanos como palanca para deshacerse de Alfonso Alonso, seguro de que el resto de la organización vasca se mantendría formalmente a favor de Iturgaiz. Como es inevitable pensar que la intervención del ya vicepresidente segundo Pablo Iglesias ha inclinado el ya voluble censo de Elkarrekin Podemos del lado de Gorrotxategi, a sabiendas de que ello obligaría a Lander Martínez y a su equipo a retirarse de escena.

Los procesos de depuración en el PP y en Podemos corren paralelos a aquellos que experimentan todas las demás formaciones con representación institucional, en España y en Euskadi. No basta con la lealtad a las propias siglas. Se exige la fidelidad al líder absoluto, o a esa dirección colegiada que, a su vez, obedece a directrices enigmáticas. Siempre fue más o menos así, es cierto. Pero resulta descorazonador que el ‘centralismo democrático’ se vuelva más estricto tras emerger la ‘nueva política’. Partidos sin contrapesos internos para una democracia deficitaria en contrapesos, al margen de la judicialización de la política.