EL MUNDO 19/03/13
ARCADI ESPADA
Una diputada de bildu dijo el otro día que los crímenes de ETA habían sido políticos. Enseguida se le echaron encima. Comprendo la reacción porque durante algún tiempo también fue la mía. El calificativo de político aplicado al asesinato es, aparentemente, un modo de ennoblecerlo: la política es la región áurea del asesinato. Semejante distinción tiene su correlato en las cárceles: los delincuentes políticos han gozado siempre de autoridad, y de privilegios, respecto de la chusma que mata por razones estrictamente personales. Pero yo creo que la diputada tiene razón. Los asesinatos etarras fueron políticos. Como lo fueron los asesinatos nazis, por poner uno entre tantos ejemplos posibles. Y eso es lo peor que tienen.
El asesinato político es el único que escapa radicalmente a lo personal. Los crímenes que tienen por objeto el dinero, el honor o el sexo se producen en nombre de uno mismo y no aspiran a ningún homenaje. Aunque traten de mentir sobre ellos, aunque busquen atenuantes a su condena, los individuos asumen su responsabilidad y no tratan de presentar sus crímenes (salvo en tangos algo cargados) en nombre del bien: saben que actúan en nombre del odio, la codicia o la rabia. El asesinato por razones religiosas es el que más cerca está del asesinato político, porque el asesino actúa en tanto que fiel de una determinada cofradía, y asimismo en nombre de un bien eterno. Pero el asesino religioso obtiene un tangible beneficio personal, tópicamente ejemplificado en las decenas de huríes bañadas en leche que le esperan al otro lado de la vida, que no está presente en el crimen político. Hasta el punto de que vaya uno a saber si, en realidad, no se trata de un mero crimen económico, destinado a la mejora del nivel de vida.
El asesino etarra no mató en nombre propio, sino en nombre de una patria, por resumir su idea. Desde Ferlosio sabemos que su principal procedimiento era la deshumanización de la víctima: el asesino no disparaba sobre una nuca sino sobre el Estado. Pero no acabaría de comprenderse bien el proceso si no extendiéramos la deshumanización al que dispara. Como también en Thatcher: «Disparé yo». Es decir el Estado. Nadie, para lo que ahora nos ocupa. El asesino político trata de proveerse de un complejo estatus de inexistencia. No maté yo, sino las circunstancias. Y es lógico que cuando las circunstancias cambien sea hasta el propio crimen el que empuje para desaparecer del escenario de la memoria.