Lorenzo Silva.El Correo

Hace ahora 175 años, alguien examinó el pasado, afrontó el presente y vislumbró el futuro. Ese alguien se llamaba Francisco Javier María Girón Ezpeleta las Casas y Enrile, segundo duque de Ahumada, por sus venas corría sangre de aztecas -para los que gustan de despachar la conquista de México como un simple exterminio- y recibió de Narváez el encargo de poner en pie el cuerpo de seguridad creado poco antes por un real decreto que le daba nombre, Guardia Civil, pero sin perfilar su carácter ni su estructura. Ahumada sabía que la estructura era importante, pero todavía lo era más el carácter, en un país devastado por la Guerra Civil, los bandidos, los abusos de los poderosos y, aquí era donde urgía más actuar, la precariedad del Estado y el poco crédito y respeto que tenían quienes defendían sus leyes.

Aquel hombre, que junto a su padre y antecesor en aquel ducado había vivido el exilio -primero expulsado por Fernando VII, luego perseguido por los liberales más exaltados-, también había compartido con él los trabajos para la creación de un cuerpo de seguridad estatal, llamado Legión de Salvaguardias Nacionales, durante el Trienio Liberal. Aquel proyecto, que contemplaba una fuerza de seguridad profesional, eficaz y ajena a las banderías políticas e influencias caciquiles que lastraban a la Milicia Nacional, descarriló, víctima de la confusión, extendida en la España de entonces y no erradicada del todo en la de hoy, de quienes creen incompatibles seguridad y libertad -cuando la segunda, sobre todo para los más débiles, sólo existe cuando se garantiza de una manera razonable y justa la primera-. Lo que el padre no pudo llevar a cabo lo iba a realizar el hijo.

No es el momento ni el lugar de exponer en detalle lo que había de pasar en los 175 años que median entre aquellos días y el presente. Está en los libros de Historia, aunque los que hay sobre la Guardia Civil no sean de general conocimiento, lo que provoca que se ignoren episodios que de conocerse cambiarían la percepción de muchos sobre el papel histórico de la Benemérita y los apearían de arraigados prejuicios. Baste decir que a lo largo de todos esos años, y pese a los inevitables puntos oscuros en una institución que hubo de vivir la convulsa y a veces siniestra historia de España en los últimos dos siglos, los guardias civiles han hecho, una y otra vez, honor a la consigna que les dio su organizador: ser prudentes sin debilidad, firmes sin violencia y políticos sin bajeza. Han sabido fajarse al servicio de todos los españoles, incluidos aquellos que no les veían bien. Gracias a ellos, España ha sabido ser mucho mejor de lo que era en 1844. Sin ellos -y ellas-, sin su presencia, su ejemplo y su sacrificio, es harto dudoso que hubiéramos llegado a ser lo que somos.