EL CONFIDENCIAL 12/06/17
JUAN RAMÓN RALLO
· No existe ninguna razón para rehusar la donación incondicionada de Amancio Ortega a la sanidad pública: al menos, ninguna razón que priorice el interés de los pacientes
El principal objetivo de la sanidad pública debería ser la mejora de la salud de sus pacientes, no convertirse en una plataforma de propaganda política a costa de la salud de esos pacientes. Y para que la sanidad pueda mejorar la salud de sus pacientes, necesita de medios materiales y humanos: medios que, según habituaban a denunciar muchos colectivos funcionariales, habían sido exageradamente mermados con los recortes presupuestarios durante la crisis.
En tal caso, uno esperaría que los profesionales del ramo recibieran con los brazos abiertos cualquier incremento de la dotación de recursos sanitarios: más medios materiales, más oportunidades para mejorar la salud de sus conciudadanos. Pero no: al parecer, algunas asociaciones que dicen defender la sanidad pública están más preocupadas por politizar la sanidad que por mejorar la salud de los españoles.
Solo así se entiende que la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública no solo haya criticado a la Fundación Amancio Ortega por donar 320 millones de euros para renovar los equipos de diagnóstico y tratamiento de cáncer en los hospitales públicos, sino que incluso haya llegado a reclamar a los gobiernos autonómicos que rechacen tal donación.
Uno podría comprender que, desde posiciones militantemente socialdemócratas, se criticara a los gobiernos regionales por haberse negado a destinar fondos presupuestarios a este menester; o que se indicara que las prioridades de la inversión sanitaria deberían ser otras; o incluso que se alertara sobre el riesgo que representa que el funcionamiento de áreas esenciales de la sanidad pública pase a depender de la liberalidad de algunos españoles acaudalados y no de un suministro estructural y consolidado de recursos tributarios.
Todos estos planteamientos, discutibles como desde luego son, entran dentro de un cierto sentido común ideológico: “1. Mi objetivo es mejorar la salud de los españoles; 2. Creo que la sanidad pública es el mejor sistema para ello; 3. Reclamo incrementar permanentemente la dotación presupuestaria para la sanidad pública; 4. Acepto las donaciones privadas a la sanidad pública por cuanto contribuyen a mejorar los servicios sanitarios; 5. Recalco que estas donaciones no deben reemplazar una financiación estatal que garantice la autosuficiencia de la sanidad pública”. Lo que, por el contrario, constituye un absoluto desquicie ideológico es exigir que la sanidad pública rechace esas donaciones al grito de “vamos a meterle el dedo en el ojo a Amancio Ortega y al capitalismo ultraturboneoliberal que representa aun perjudicando con ello la salud de miles de españoles”. Salvo que la renovación de los equipos de diagnóstico y tratamiento fuera a empeorar el funcionamiento de los servicios públicos de salud, no existe ninguna razón para rehusar esta donación incondicionada: al menos, ninguna razón que priorice el interés de los pacientes.
En el fondo, el sectario mensaje que, con su absurdo comportamiento, están transmitiendo estas ‘asociaciones para la defensa de la sanidad pública’ es que están más preocupadas por defender lo ‘público’ que por defender la ‘sanidad’, es decir, que están más preocupadas por consolidar y por sobredimensionar el tamaño del Estado que por sanar a sus pacientes: en lugar de ponerse la bata de médico, se colocan el traje de político mitinero; en lugar de seguir el juramento hipocrático, abrazan las enseñanzas de ‘El Príncipe’ maquiavélico.
Pero nada de todo esto debería asombrarnos. La sanidad pública, como todo apartado del Estado de bienestar, es una moneda con dos caras: por un lado, el servicio recibido por el ciudadano (la sanidad) y, por otro, la burocracia encargada de gestionar ese servicio (lo ‘público’). En demasiadas ocasiones, esas dos caras de la moneda se entremezclan dentro del imaginario colectivo, creyendo que las necesidades de una son también las necesidades de la otra. Mas no es imperiosamente así: la burocracia está compuesta por burócratas de carne y hueso cuyas agendas personales pueden consistir (o no) en suministrar un mejor servicio a los españoles.
Estas asociaciones están más preocupadas por consolidar y por sobredimensionar el tamaño del Estado que por sanar a sus pacientes
Si algunos de los intereses económicos, laborales o ideológicos de estos burócratas son incompatibles con una mejora de los servicios sanitarios, entonces perfectamente pueden terminar priorizando esos intereses económicos, laborales o ideológicos propios sobre la mejora de los servicios sanitarios. Esto es justamente lo que ha sucedido en este caso con la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Burocracia Sanitaria Pública: “Idolatramos tanto la coacción tributaria y despreciamos tanto las donaciones voluntarias que rechazamos frontalmente toda donación aun cuando contribuya a mejorar los servicios sanitarios que reciben los ciudadanos”.
Por fortuna, en esta ocasión, la mayoría de la burocracia sanitaria pública no se ha alineado con las peticiones caricaturescamente antisanitarias de unos pocos burócratas radicalmente ideologizados. Por eso, el sistema de salud español sí hará uso de la nueva maquinaria. No olvidemos, sin embargo, que en otras ocasiones no tiene por qué terminar prevaleciendo el interés de los ciudadanos: si la tensión entre, por un lado, la calidad de los servicios sanitarios y, por otro, los intereses de la burocracia pública resulta muy acusada, los segundos pueden terminar imponiéndose sobre la primera.
En esencia, porque el sistema fiscal y regulatorio convierte a los ciudadanos en rehenes de esa burocracia: si quedan insatisfechos, no pueden escapar de ella, por lo que esta no siente ninguna necesidad —más allá de la buena voluntad de muchos profesionales sanitarios— de perseguir el bienestar de esos ciudadanos. Como decimos, la frontal oposición a la donación de la Fundación Amancio Ortega constituye un caso extremo y singularmente ilustrativo de esta disociación entre los intereses de la ciudadanía y los intereses de (una parte de) los burócratas que gestionan la sanidad pública: pero esa desafortunada disociación es una característica inherente a todo nuestro Estado de bienestar. ¡Cuántas decisiones contrarias a las necesidades de los ciudadanos tomarán día a día los burócratas que gestionan servicios tan esenciales para nuestras vidas como la educación, la sanidad o la dependencia!