- Con el injustificable retraso en la renovación del CGPJ, la imagen que se trasmite es que los jueces son sospechosos de estar a las órdenes de los políticos cuando a estos les conviene
El retraso de más de 1.000 días en la renovación del Consejo General del Poder Judicial es una clara y escandalosa vulneración de la Constitución, un desbordamiento constitucional más de los muchos que se están produciendo en los últimos tiempos. En este caso, el perjudicado es uno de los pilares básicos de todo Estado de derecho: la independencia judicial.
Con este injustificable retraso, la imagen que se trasmite es que los jueces son sospechosos de estar a las órdenes de los políticos cuando a estos les conviene. Si no fuera así, no se entendería que tal renovación fuera tan disputada.
En efecto, ante este bochornoso espectáculo, el ciudadano medio que no entiende bien los entresijos de la separación de poderes está convencido de que la importancia de la composición del Consejo es debida a que desde este órgano se pueden controlar las resoluciones judiciales, es decir, las providencias, los autos y las sentencias. Piensan que los cargos políticos o los partidos tienen capacidad para influir, en aquello que les interese, en decisiones que afectan a un caso judicial. Si así fuera, el poder judicial —es decir, los jueces y magistrados— no sería independiente y la separación de poderes resultaría una farsa.
Pero esto no es así aunque la imagen que se está dando sea deplorable. Para entender este equívoco, deben efectuarse algunas distinciones. La principal, a la que dedicaremos este artículo, dejar clara la distinción entre poder judicial y Consejo General del Poder Judicial, cuya naturaleza y funciones son completamente distintas.
El poder judicial reside en los jueces y magistrados, no tomados en su conjunto sino en cada uno de ellos. Su naturaleza es jurisdiccional —no política— y las funciones que lleva a cabo son juzgar y ejecutar lo juzgado. Por estas razones, los jueces son independientes, pero ¿independientes de qué? De cualquier otro órgano, sea también jurisdiccional o político. ¿Ello quiere decir que un juez de primera instancia, recién ingresado en el cuerpo, no puede recibir instrucciones, en su cometido de juzgar y ejecutar lo juzgado, de instancias superiores como pueden ser las audiencias provinciales, los tribunales superiores de Justicia o, incluso, el Tribunal Supremo? Exactamente, ninguna instrucción pueden darle estos órganos ni, menos todavía, ningún otro del orden político, como por ejemplo el Consejo General del Poder Judicial o el Ministerio de Justicia.
Sin embargo, si bien el juez o magistrado tiene este grado de independencia respecto a cualquier otro poder, hay que decir también que su dependencia respecto de la ley o, más propiamente, respecto del ordenamiento jurídico, es absoluta. Por tanto, el juez es por un lado independiente de otros órganos pero, por otro, absolutamente dependiente del ordenamiento jurídico. Sus decisiones no responden a sus ideas sino a los mandatos de la ley.
Ello implica que el juez debe, primero, analizar los hechos del caso que se le presenta, segundo, encontrar las normas aplicables a estos hechos, tercero, instruir el proceso y, una vez escuchadas las partes y valoradas las pruebas, por fin emitir sentencia. Sentencia que, en determinados supuestos, puede ser revisada por tribunales superiores en caso de que alguna parte la recurra.
Todo este largo proceso debe estar plenamente justificado: en las sentencias, es más importante atender a los argumentos de la motivación —expuesta en los fundamentos jurídicos— que en el mismo fallo. Esta motivación es la garantía de que el juez no puede ser arbitrario —contrario a la ley— sino que, mediante los instrumentos acotados de la interpretación y la argumentación jurídica, debe justificar que la resolución final sea ajustada a derecho, aunque, si las partes lo solicitan, puede interponerse, en su caso, recurso ante un tribunal superior que revise esta sentencia. Así pues, el único órgano que puede rectificar la sentencia de un juez debe ser siempre otro juez, por supuesto no escogido por el azar sino predeterminado por la ley, en garantía de la imparcialidad judicial.
El Consejo General del Poder Judicial, por el contrario, no tiene naturaleza jurisdiccional, sino política, es decir, se trata de un órgano que ejerce el gobierno de los jueces en cuestiones básicamente organizativas y disciplinarias sin poder entrar, por supuesto, a enmendar sus resoluciones jurisdiccionales. En el caso español, y en otros, estas funciones las ejerce un Consejo separado de las cámaras y del Gobierno, pero también podrían llevarse a cabo desde el mismo Gobierno mediante el Ministerio de Justicia —como sucede en otros países—, siempre que no se interfiriera en la independencia judicial.
Por ello asombra, y siembra dudas sobre la influencia real del Consejo en la judicatura, la disputa sobre la renovación del Consejo. ¿Tan importante es ejercer funciones que no afectan a las resoluciones judiciales? Este es el peor efecto del retraso en la renovación: la imagen de los jueces queda dañada por el interés de los políticos en retrasar la renovación aun a costa del incumplimiento flagrante de la Constitución. ¿Quién politiza la Justicia en este caso? No son las resoluciones judiciales, sino la inacción de los políticos al no saber llegar a acuerdos para la renovación del Consejo.
No conozco los detalles de las frustradas negociaciones entre el PSOE y el PP, como partidos mayoritarios, para que hayamos llegado a una situación tan lamentable. Ahora bien, en estos momentos, el PP no puede alegar que espera que se cambie la ley para llegar a un acuerdo. Las leyes pueden gustarte o no, pero mientras sean válidas y vigentes, como es la ley actual, deben cumplirse estrictamente y, en consecuencia, la obligación de todos los partidos —pero principalmente los dos mayoritarios— es proceder a renovar de forma inmediata.
A menos, claro es, que se quiera politizar la imagen de los jueces para conseguir que los ciudadanos no confíen en ellos, lo cual sería un golpe bajo de enorme calibre a nuestro Estado de derecho, quizás el inicio de una deriva iliberal.