Miquel Escudero-El Correo

Nunca acabamos de aprender y descubrir cosas que ignoramos. No solo cada uno de nosotros individualmente, sino socialmente. En ‘El legado de la esclavitud’, Clint Smith se pregunta cuán diferente sería ‘nuestro país’ si todos alcanzaran a comprender a fondo las tragedias que sucedieron en él. Cuenta que las ‘personas negras’ (así, recalcando una condición larga y sistemáticamente negada) vivían con miedo en el siglo XIX, por la alta probabilidad de ser, en cualquier momento, secuestrados y esclavizados, pero que ahora, en el siglo XXI, «viven con el miedo de que, en cualquier momento, las aplastarán contra una pared, independientemente de si existe algún pretexto de sospecha, aparte del color de su piel».

De estos miedos hay que tomar conciencia para imponer o reponer alrededor la dignidad de cualquier ser humano. Sucede que las historias identitarias de nuestras tribus dificultan poner en claro las cosas tal como pasaron y pasan; una deformación de la realidad, una coacción a la libertad de opinión (pues se exige asentimiento unánime). Estos relatos se reducen a buenos y malos, sin más.

Retrocedamos diez años, a 2015. Estamos en una iglesia metodista africana de Charleston (Carolina del Sur), un joven de 21 años ha pedido asistir al grupo de estudio de la Biblia. Al cabo de unos minutos, los presentes cierran los ojos y rezan en voz alta. El joven saca un arma y dispara a mansalva: asesina a nueve personas y deja herida a una. ¿Por qué? «Porque los negros están violando a nuestras mujeres blancas». El asesino, infectado de odio y estupidez en todos sus poros, era ‘fiel’ a su tribu y quería saldar cuentas. La historia sigue.