ESTA ASEVERACIÓN simplista del líder de Podemos, Pablo Iglesias, expresada en defensa de la celebración del referéndum independentista catalán, confirma que, por su edad, no sabe lo que es vivir en una Dictadura con partido único, en la que las pocas veces que había elecciones para nombrar algún cargo oficial siempre obtenía el mayor número de votos Sofía Loren.
Es más: cuando se realizó el referéndum para la aprobación de la Ley Orgánica del Estado (LOE) de 1966, el entonces ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga, en su fervor patriótico, llegó a afirmar que, con una participación de casi el 90% del electorado –casi nada– se aprobó la norma con cerca del 96 % de votos afirmativos –qué menos–. Es más, yo escuché en alguna radio que en una provincia los síes habían superado el 100 por 100. Por ello, en este tipo de regímenes, las urnas pueden servir para plantar claveles o servir de peceras.
Con ello quiero decir, por el contrario, que poner urnas en una democracia no es un acto gratuito, sino que exige dos condiciones mínimas para su validez. Por una parte, que lo que se vaya a votar esté de acuerdo con el concepto de legitimidad, es decir, con la idea predominante que existe en la sociedad sobre cómo se debe gobernar según unos principios y valores. Y, por otra, que esa votación se tiene que adecuar igualmente al principio de legalidad, esto es, al conjunto de normas que son producto de la voluntad mayoritaria de la sociedad y que de forma escalonada acaban en la Constitución o Norma Fundamental. Dicho esto, hay que especificar a Pablo Iglesias que si las urnas no cumplen con esos dos principios que suelen ir unidos en toda democracia constitucional, las urnas son ilegales. Porque la esencia del problema catalán es que en la situación actual en Cataluña hay un «conflicto de legitimidades». En efecto, por un lado, están los separatistas que quieren imponer su propia legitimidad a todos los catalanes, basada en la falsa idea de que un pueblo posee el derecho a decidir (derecho de autodeterminación), mientras que, por otro lado, casi en partes iguales, tienen que convivir con los catalanes que no quieren dejar de pertenecer a España y que, por tanto, comparten esa idea de legitimidad con el resto de los españoles. Además, en segundo lugar, es indispensable asimismo el principio de legalidad, el cual hasta hace poco coincidía con el principio de legitimidad, puesto que la Constitución fue votada mayoritariamente por todos los españoles –precisamente fue Cataluña la región en dónde se aprobó por un mayor número de electores–.
Pero el caso es que por razones que no puedo desarrollar ahora, ha habido un crecimiento espectacular de los separatistas, sobre todo desde el año 2004 (aunque ahora está bajando), con la consecuencia de que éstos han cambiado su idea de legitimidad y, por tanto, no aceptan la legalidad vigente hoy en toda España. Ahora bien, en lugar de seguir los procedimientos formales para la reforma de la Constitución, quieren crear una nueva legalidad. De este modo, es el Estado el que debe hacer respetar la legalidad, a través del Tribunal Constitucional y de los demás Tribunales, y, en su caso, por la coerción legítima y legal, a fin de evitar este golpe de Estado constitucional que desean los separatistas. En consecuencia, señor Iglesias, una vez desplegadas estas reflexiones, hay que concluir que si no se dan esos dos requisitos, poner urnas, es ilegal, algo que, tras los debates de ayer y anteayer, parece que también usted comienza a dudar. Mejor así.
Pero ahora, para ilustrarlo mejor, vayamos a lo que sucedió hace 40 años en España, aniversario que debiéramos celebrar oficialmente como Fiesta Nacional, porque, a diferencia de la actual, nadie la pondría en entredicho, sino que el consenso sería general. Así las cosas, tras el referéndum de diciembre de 1976, en el que se aprobó por una inmensa mayoría de votos la Ley para la Reforma Política, lo que estaba claro es que los españoles poseían una nueva concepción de la legitimidad y, por tanto, exigían una nueva legalidad. El Rey Juan Carlos, Torcuato Fernández Miranda y Adolfo Suárez eran conscientes, por tanto, de que había que convocar unas elecciones democráticas y libres, puesto que la última vez que se había votado en España fue en febrero de 1936 y, por tanto, no existía una rutina de comportamiento electoral tras 40 años de Dictadura. Creo que fui el primero, junto con mis colaboradores, que publicó un manual –El proceso electoral– tratando de explicar a los próximos electores las reglas mínimas para poder votar; y supongo que de algo sirvió. Pero al mismo tiempo que se debía aprender la mecánica electoral, era necesario que el Gobierno garantizase también que las elecciones fuesen libres y auténticamente democráticas, para lo cual era clave, en mi opinión, que se diesen al menos tres condiciones, que paso a exponer brevemente.
La primera, es que en esas elecciones votaran todos los mayores de 18 años, en lugar de exigir la edad de 23 obligatoria en las últimas elecciones citadas. En tal sentido, escribí un artículo en El País (El voto, a los 18 años, el 5 de enero de 1977), en el que decía, pido perdón por la autocita: «La democracia que, según nos dicen, se quiere traer a nuestro país sólo será viable si la población joven española, la cual representa una gran mayoría, es asociada a tal objetivo, pues dentro de ese sector conviene señalar que la franja de los 18 a los 21 años es algo más de dos millones personas». Y a continuación explicaba la falsa teoría de que eso significaría dar un plus a los partidos de izquierda, así como la forma de superar también los impedimentos jurídicos que se oponían a la rebaja de la mayoría de edad.
La segunda condición necesaria consistía en conceder a la mujer, en igualdad de condiciones que al varón, la mayoría de edad y, por tanto, la capacidad para el sufragio activo y para el pasivo. En España, la primera vez que se concedió el voto a la mujer fue en la época de Primo de Rivera, el 8 de marzo de 1924, con ocasión de la aprobación del Estatuto Municipal, para las elecciones locales, que finalmente no se celebraron. Así, fue la Constitución de la II República, en su artículo 36, el que señaló que «los ciudadanos de uno u otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes». Ahora bien, es curioso que anteriormente, en las elecciones del 3 de junio de 1931, para elegir las Cortes Constituyentes, no se reconoció el sufragio activo a la mujer, aunque sí el sufragio pasivo, por lo que resultaron elegidas tres mujeres como diputadas. Por lo demás, Clara Campoamor, que venía luchando por el voto femenino desde hacía años, tuvo que enfrentarse a Victoria Kent, otra de las elegidas, ya que ésta pensaba que el voto de las mujeres sería manipulado por la Iglesia en beneficio de los partidos conservadores. Al final, como es sabido, se reconoció tanto el sufragio activo como el pasivo a las mujeres mayores de 23 años. Y, después, tras la horrorosa Guerra Civil, llegó el túnel de los 40 años de la Dictadura, en los que la mujer pasaba de la tutela del padre a la del marido y, en consecuencia, no podía abrir una cuenta propia, trabajar o viajar sin permiso del marido, ni por supuesto votar en las elecciones que hubiese.
Todo empezó a cambiar con la Ley para la Reforma Política, en la que se reconocía que los miembros del Congreso y el Senado «serán elegidos por sufragio universal, directo y secreto de los españoles mayores de edad». De donde se deducía que la mujer dispondría ya tanto del sufragio activo, como del pasivo, es decir, podría votar y ser elegida en ambas Cámaras.
POR ÚLTIMO, era necesaria una tercera condición que no quedaba clara en la Ley para la Reforma Política. En efecto, aunque se reconocía que las elecciones para el Congreso se regirían por el sistema de la representación proporcional y las del Senado por «criterios de escrutinio mayoritario» –lo cual implicaba un claro pluralismo político–, el problema básico era si ese pluralismo incluía o no al PCE. Porque si éste no podía presentarse a las elecciones, éstas no serían libres y se corría el peligro de naufragar en el proceso democrático. Afortunadamente, como es sabido, Suárez tuvo el coraje de reconocer su legalidad el sábado de la Semana Santa y el PCE pudo concurrir con otros partidos de izquierda a unas elecciones que ya se podían definir como democráticas y libres. Ciertamente, a lo que no se atrevió el Gobierno fue a rebajar la edad electoral a los 18 años, por temor a que estos electores se inclinasen por votar a los partidos de izquierda. Sin embargo, se rectificó a tiempo y los españoles mayores de 18 años pudieron votar en el referéndum de la Constitución actual, en cuyo artículo 12 se indica que «los españoles son mayores de edad a los 18 años».
La España acomplejada, la España aislada internacionalmente, se terminó, pues, hoy hace 40 años. Por supuesto, con las elecciones democráticas –y ya llevamos muchas– no se llega al paraíso, pero frente al irrealizable atractivo de la teoría de la democracia perfecta, hemos desarrollado un sistema de democracia representativa que se basa en la existencia de unas asambleas o parlamento que se reclutan por medio de elecciones. Por supuesto, la vida cotidiana mantiene al ciudadano alejado del poder y le sitúa en una relación de alteridad. Sin embargo, el día de las elecciones es indudable que le permite un contacto directo con él, aunque no es posible más que a cadencias regulares, según las reglas que fije la legalidad. Pero ese día electoral el votante se introduce en el dominio prohibido y tiene un contacto íntimo con el poder que le sacraliza, porque el acto de votar le transforma, aunque sea fugazmente, en el auténtico Soberano.