Luis Ventoso-ABC

  • Trump, Podemos, Vox, «procés»… líderes carismáticos, soluciones simples, verdades «sin complejos»

El atroz siglo XX se cerró con dos aparatosos desplomes que cambiaban la faz del mundo: la caída del Muro en 1989 y la desaparición de la URSS en 1991. La democracia liberal parecía haber ganado para siempre la guerra de las ideas. El profesor Fukuyama, extasiado, se columpiaba proclamando «El fin de la Historia» en 1992. Pero el siglo XXI arrancó con dos novedades que lo cambiarían todo: el fenómeno de la globalización, con sus ganadores y perdedores, y el estallido en 2008 de una doble burbuja bancaria e inmobiliaria, que descompuso las economías occidentales (que no las asiáticas). La tenaza de ambos acontecimientos simultáneos provocó un enorme malestar en las sociedades estadounidense y europea. La globalización y la arrolladora economía digital disparaban la riqueza, sí, pero primando a una élite, sin que la bonanza se propagase hacia abajo, hacia las amplias clases medias que constituyen el corazón de las naciones. Los salarios se estancaron y se agudizó la desigualdad. Por primera vez los cabezas de familia empezaron a tener la amarga certidumbre de que sus hijos vivirían peor. La globalización generó además una sensación de desarraigo entre los olvidados, alejados de las metrópolis rutilantes y las vanguardias tecnológicas creativas, saturados de los mensajes inanes de los partidos estándar. Esas personas ya no se reconocían en su propio país. Comenzaron a añorar una nación pretérita e idealizada, que en realidad nunca existió. Sentían que los políticos tradicionales y las élites del «establishment» les estaban faltando al respeto, pisoteaban su «dignidad».

Los partidos clásicos, instalados en un bipartidismo que en realidad era ya como elegir entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola, ignoraron ese malestar atronador. Pero no así las nuevas formaciones y fenómenos populistas (Trump, Brexit, Podemos, Vox, Bolsonaro, Cinco Estrellas, los separatistas catalanes…), que focalizaron su discurso en dar respuesta a esas capas sociales ofendidas. Se erigieron en la presunta voz de todo el pueblo. Ofrecieron soluciones sencillas, de «puro sentido común», para todo y para todos. Buscaron un chivo expiatorio: Podemos con la élite capitalista enemiga de «la gente», el Brexit con la UE, Trump con China y los inmigrantes, los nacionalistas catalanes con «Madrit»).

El populismo desprecia los valores de la democracia liberal, se presenta como antagónico a las élites y se vende mediante un líder carismático y márketing político («verdades sin complejos»). Por eso el trumpismo, el podemismo y el «procés» son almas gemelas, cada uno desde su órbita. El populismo no es fascismo, porque no aboga abiertamente por la violencia, ni se propone destruir la democracia. Pero la mina gravemente al cuestionar sus pilares. El fenómeno se exacerba además con las redes sociales, ágoras de reafirmación de prejuicios. El asalto al Capitolio es el epítome final de una ola. En España nos anega desde hace seis años, hasta el extremo de que el populismo ya nos gobierna.