IGNACIO CAMACHO-ABC
- Cuando Sánchez asegura que va «a por todas», aparece ante los ciudadanos el vivo retrato de un gobernante sentenciado
No había terminado de hablar Sánchez cuando se desplomaron las acciones de los bancos y las eléctricas. Sólo un populista es capaz de creer, o al menos de decir, que los dueños de las empresas son señores con puro y no los pequeños inversores de clase de media cuyos ahorros sufrieron ayer un diez por ciento de pérdida, acumulado al otro diez que la inflación le ha quitado al poder adquisitivo de sus sueldos y de los saldos de sus cuentas. La Bolsa es la única que cree al presidente porque el dinero tiene la obligación de tomarse al poder en serio. El resto, incluidos sus socios, lo oye con el aire escéptico de quien atiende a un libreto recitado por un actor sin gancho ni crédito pero incapaz de asumir su desgaste y retirarse a tiempo. Eso los más benévolos, porque la mayoría se ha acostumbrado a interpretar sus discursos exactamente al contrario. Si dice que no está echando balones fuera, los ciudadanos ven un balón volando hasta salirse del campo. Si habla de empatía con ‘la gente de a pie’, se acuerdan del Falcon y de un Gabinete hipertrofiado y caro. Si promete ayudas, aflora el fracaso de un ingreso mínimo que no ha alcanzado al diez por ciento de sus teóricos beneficiarios. Si asegura que va a ir ‘a por todas’, aparece ante la opinión pública el retrato de un gobernante sentenciado. Eso sí, dispuesto a negarse la realidad a sí mismo en una espiral de impuestos y de gasto que va sembrar la economía de estragos.
Había en la víspera rumores de una bronca interna en Moncloa, que de ser ciertos explicarían un discurso deslavazado, inconexo entre sus partes e inconcreto en sus mensajes. Pasó media hora exculpándose en Putin de los precios incontrolables y luego para complacer a Podemos, aunque sus ministros estaban en ‘offside’, ofreció tributos a las compañías energéticas y abonos ferroviarios gratis, y desgranó un rosario de medidas abstractas sin plazos ni detalles. Le interesaba más el tono ideológico, un populismo comprado en los chinos, un énfasis de izquierda que por la tarde, en el debate propiamente dicho, se convirtió en su principal argumento junto a un crudo ataque retrospectivo a Rajoy y el clásico, inevitable comodín del franquismo. Del PP, a cuyo líder llamó oblicuamente «curandero», sólo quiere colaboración para someter a los jueces a su servicio, pero tuvo que encajar varias estocadas de una Cuca Gamarra brava y meritoria en el doble sentido de la palabra. La portavoz se apuntó además el tanto de forzar a la Cámara a guardar un minuto de silencio por Miguel Ángel Blanco para resaltar que Sánchez había pasado por alto la efeméride de su asesinato. Pero no era ella, ni la letanía derogatoria de Abascal, lo que incomodaba al presidente, sino la presencia callada de Feijóo sentado frente a él como el presentido sucesor a la espera del relevo. El gallego es la alternativa: la oposición está dentro del Gobierno.