Ignacio Camacho-ABC
- El éxito del populismo significa que las democracias han caído en un estado de postración que anula su espíritu crítico
Cuando hablamos de la política-espectáculo, o de la política circense, le estamos faltando el respeto al espectáculo y al circo, al menos en sus formatos más dignos. En la farsa, en la pista, en la comedia, incluso en los más degradantes realities televisivos, el ridículo tiene una función y un sentido, y el que lo hace se pone en solfa a sí mismo sabiendo que esa caricatura es la sustancia de su trabajo y sirve para prestar al público un servicio. El político, en cambio, cuando apela a la bronca, a la mascarada o al escándalo gratuito lo que hace es envilecer su oficio convirtiendo el liderazgo en una vulgar agitación de impulsos primitivos. En eso consiste exactamente el populismo, cuyo éxito sólo significa que las sociedades democráticas han olvidado la nobleza fundacional de sus principios para caer en un estado de postración cultural y moral que anula su espíritu crítico.
Da igual a ese respecto el origen ideológico, por lo general intelectualmente mal fundamentado, de este tipo de dirigentes oportunistas y aventureros que ya desesperaron a los más eminentes tribunos romanos. Trump o Iglesias, Rufián o Le Pen, Salvini o Grillo, Maduro o Bolsonaro viven del truco idéntico de inventar enemigos, demonizarlos y estimular las emociones más elementales del electorado. Su terreno preferido, el que les da ventaja, es el barro, donde vencen cada vez que logran arrastrar hasta allí al adversario. Es lo que hizo en el debate del martes el presidente americano: llevar a Biden a un intercambio de insultos del que el candidato rival sólo podía salir malparado por falta de hábito. Los demócratas siguen sin entender que Trump es el fruto del desprestigio y los errores en que ellos han incurrido en los últimos años, y en vez de corregirlos los aumentan primero al infravalorarlo y luego al aceptar la pelea en el fango. Por esa misma razón, Sánchez y sus aliados están tan cómodos con Vox, que facilita su estrategia de bandos y les achica el campo a los liberales moderados. Con la diferencia de que el bonapartito de La Moncloa ni siquiera tiene que mancharse las manos porque sus socios extremistas le hacen el trabajo.
El famoso adagio-dedicatoria del «Camino de servidumbre» de Hayek habría que sustituirlo hoy por el de «a los populistas de todos los partidos». A los que bajo cualquier bandera hacen del Parlamento o del plató televisivo el escenario de una ceremonia de excitación visceral de pasiones e instintos. El problema es que a menudo tendemos a olvidar que todos esos tipos son un retrato vivo de la sociedad que, por mucho que los critique, los ha elegido. Y no vale culpar al mecanismo de representación porque no se trata de desconocidos: a la mayoría los tenemos ya bien vistos, y aun así reincidimos. Aunque cueste o duela admitirlo, son el espejo de nuestro ser colectivo. Y en la imagen que nos devuelve no salimos muy favorecidos.