Fernando García de Cortázar, ABC, 9/7/2011
Si Adorno llegó a decir que después de Auschwitz no era posible escribir poesía, hoy, cuando España asombrada se entera de la desaparición de la catedral compostelana del Códice Calixtino, se hace difícil volver a la quietud de una ciudad que ha juntado todas sus piedras en una sola evocación.
Más allá de la ancha y áspera Castilla, más allá del pardo y vetusto León, queda Galicia. El Finisterre, la esquina verde añorada por tantos escritores que cantaron la balada del agua que susurra Santiago de Compostela. Aquí, en su catedral, hay que rezar de un modo o de otro, pensaba Miguel de Unamuno. Haya o no Dios para el viajero, existe sin duda un escalofrío sacro. Poco importa el enigma de la aparición del cadáver del apóstol Santiago, en Compostela, tan lejos de Jerusalén, donde fue decapitado. Poco importa para cuanto ocurrió después, al calor de la fe de los creyentes y del cálculo político de sus monarcas. Aquí se extingue la sutil frontera de la historia real y la invención. Juglares a lo divino y cronistas medievales completarán el mito jacobeo con relatos y aventuras fascinantes: la barca de piedra en la que los fieles trasladan el cuerpo del apóstol desde Palestina, el aprovechamiento del altar druídico del Pico Sacro, la aparición de un blanco manto de estrellas de Oriente a Occidente mostrándoles a los reyes cristianos las tierras que liberar del islam al frente de sus nobles.
La rosa de piedra gallega pronuncia la más clara afirmación de la leyenda y la imaginación como origen de utopía y esperanza. Todavía hoy la ciudad monumental puede leerse como una apasionada ensoñación en cuaderna vía o como si surgiera de los pergaminos iluminados por los monjes y artistas del medioevo: los hermosísimos Beatos de Fernando I y Burgo de Osma, el Códice Calixtino o las Cantigas de Santa Maríadel Rey Alfonso X. La feudal y eclesiástica Compostela, en el corazón de Galicia, nació de la muerte, floreció de una tumba y de un impulso colectivo y peleó mil guerras imaginarias que son materia de esa parte del sueño que nutre la memoria histórica de los pueblos. Como la ilusoria batalla de Calatañazor o la de Clavijo, con las invocaciones cristianas al apóstol Santiago, perseverante en las arengas militares como talismán de la victoria, refulgente en las páginas de Gonzalo de Berceo o en los cronistas de Indias. Y por supuesto en las hazañas del Mío Cid:
Los moros gritan ¡Mahoma! y los cristianos ¡Santiago!
en muy poco espacio cayeron muertos al menos mil trescientos.
Compostela, que no podía aspirar más que a ser la tercera meta del peregrinaje cristiano medieval, detrás de Palestina y Roma, pronto las igualaría gracias al rango adjudicado al Apóstol en el escalafón santoral, a la exaltación producida en Europa por la continua cruzada de los reinos peninsulares contra el islam y, sobre todo, a causa del grave impedimento que el cisma de Oriente y las guerras suponían para los viajes a Tierra Santa.
Si Adorno llegó a decir que después de Auschwitz no era posible escribir poesía, hoy, cuando España asombrada se entera de la desaparición de la catedral compostelana del Códice Calixtino, se hace difícil volver a la quietud de una ciudad que ha juntado todas sus piedras en una sola evocación y la cadena de los siglos ha tenido siempre la misma resonancia. ¡La obra cumbre del culto a Santiago y su Camino ha sido robada! ¿Dónde se han llevado el cofre de la memoria de España, el proyecto político-religioso que ocupó la vida del arzobispo Gelmírez desde su toma de posesión de la sede jacobea en 1100 hasta la aproximada fecha de su muerte en 1135?
Mediante el Códice Calixtino y la Historia compostelana, Gelmírez consiguió fortalecer el descubrimiento de la tumba de Santiago, dio a conocer la universalidad de la peregrinación y sus efectos sobrenaturales, confirmó la importancia del carácter regio de la lucha contra el islam, con Carlomagno a la cabeza, y catapultó a Compostela como gran centro europeo de fenómenos milagrosos. El manuscrito robado sirvió también para sancionar la entonces reciente abolición de la liturgia hispánica, el rito mozárabe, y su sustitución por el ceremonial romano implantado por los monjes de Cluny. Esta abadía borgoñona es el lugar donde el orgulloso Bernardo de Sauvetat, futuro arzobispo de Toledo y gran reorganizador de la Iglesia hispánica, se impregna del espíritu de reforma y de la voluntad autoritaria para hacerla triunfar. Cluny aporta el personal que impone el pensamiento europeo y forma la cadena jerárquica sujeta a la Santa Sede. Los monjes, enemigos implacables y poderosos del rito mozárabe, crean monasterios, proporcionan obispos, favorecen el cambio de liturgia. Traen además un precioso caudal de aventureros venidos del otro lado de los Pirineos, pues tras sus pasos arrastran una larga cola de emigrantes francos que irrigan el Camino de Santiago y repueblan las tierras conquistadas.
Libro de sermones y polifonías, de milagros y liturgias, cuaderno de bitácora y crónica de sucesos, el Calixtinocontiene la primera guía turística de la historia, el pionero libro de viajes de la literatura occidental, adelantado siglo y medio a las aventuras del veneciano Marco Polo. Su autor, el clérigo francés Aymeric Picaud, bastante ayuno de conocimientos históricos y otras virtudes, aunque bien provisto de prejuicios, se despachó a gusto contra los vascos, navarros, castellanos y leoneses que se encontró en el Camino de Santiago. Pasar los Pirineos y vomitar insultos y barbaridades fue todo uno. Algo así les pasaría a los viajeros europeos del siglo XIX, que seguirían viendo España como si el tiempo no hubiera pasado por sus pueblos y ciudades.
Descabalga, Santiago, en el porche de la catedral eterna
que, alas abiertas, te aguarda el águila santa,
inmóvil en un dulce éxtasis de Apocalipsis.(Gerardo Diego)
Empujada por el Calixtino, la idea de identidad española comienza a girar alrededor de Santiago el Mayor, el Apóstol protector, del que en algunas narraciones medievales se dice es hermano gemelo de Cristo y como tal se le pinta. La difusión del mito de Santiago inflama a los creyentes norteños con la conciencia de la predilección divina al tiempo que la calzada de la fe, el Camino a Compostela, se convierte en el germen de la Europa urbana, la de los mercaderes y burgueses, enfrentados muy pronto a nobles y eclesiásticos. Por esta vía transitaron también las epidemias, las guerras y los nuevos lenguajes artísticos. Y el impulso que movió el retoño del latín hasta la epifanía de las lenguas romances.
Cuando llegue la hora suprema de España, la conquista de América, allí, ante la grandeza del imperio inca reaparecerá el Apóstol, invocado por Francisco Pizarro: «Santiago y cierra España». También acudirá a la cita en otro momento heroico de la nación española, cuando pasó por ella, estremeciéndola, el grito coral, arrebatado y memorable, izado por el pueblo madrileño con su inmenso clamor de dies iraefrente a los franceses, quienes curiosamente se revolverán contra el mito que ellos mismos habían ayudado a difundir.
«Vivir es una herida por donde Dios se escapa», dijo el poeta José Luis Hidalgo, que buscaba la fe. La historia de España ya no se nos va a escapar… pero muchos confiamos en que el Códice Calixtinoregrese pronto a la catedral de Santiago, después de atravesar el asombroso pórtico de la Gloria, donde el maestro Mateo esculpió una de las sonrisas más fascinantes del arte universal: la del profeta Daniel, imperecedera y esperanzadora, como las de los rostros de Leonardo da Vinci.
Fernando García de Cortázar, ABC, 9/7/2011