ARCADI ESPADA-EL MUNDO
CARTAS A K.
Mi liberada:
Los partidos españoles no han aprendido todavía una de las principales lecciones de cuatro décadas de democracia. Es sencilla de formular y fácil, aunque laboriosa, de verificar y dice: cualquier decisión que adopte un partido nacionalista estará siempre guiada por el objetivo de hacer el máximo daño posible al Estado. Así lo han hecho siempre, así lo hacen y así lo harán. Si en la Transición los nacionalistas catalanes y vascos hubieran creído que sus intereses pasaban por la no consolidación de la democracia, habrían tratado de arruinarla a la espera de un mañana de resurrección de lo que llaman sus libertades. Mientras iban construyendo sus Estados a la equina manera de Troya sus decisiones mantuvieron imperturbables ese carácter. Hasta la última crisis económica. No es cierto que el nacionalismo la aprovechara para alistar a los que pudieran creer que la independencia les traería la prosperidad destruida. Aunque gravemente averiada, la inteligencia colectiva catalana nunca llegó a tal estado de ruina. El nacionalismo aprovechó la crisis para vocear por dentro y por fuera que España era un Estado fallido y para subirse a la fangosa ola de desprestigio de lo que el nacionalpopulismo empezó a llamar el régimen del 78. En los duros años de la crisis los nacionalistas catalanes vieron aquello que solo fugazmente había pasado por los ojos de Jordi Pujol cuando cayó el mundo comunista: la posibilidad de un rediseño de Europa. Y si los vascos no se añadieron abiertamente a la última ofensiva fue porque aún estaban –y aún están– limpiándose la sangre.
Los nacionalistas vascos han sido, precisamente, protagonistas clave de la última de estas decisiones dictadas por la emoción de Estado. Días después de dar su apoyo a los presupuestos de Mariano Rajoy participaron joviales en la moción de censura que acabó derribándolo. No dieron más razones de su incongruente decisión que el temor vago –y absurdo, sobre todo visto lo visto nueve meses después– de que Cs pudiera llegar al Gobierno y acabara con los privilegios vascos. La explicación de la actitud del Pnv es simple: no pudieron resistirse a formar parte de la inédita coalición de enemigos del Estado que Sánchez ha liderado. Era más fuerte que ellos, y se comprende: los nacionalistas siempre presumen de sus sentimientos y tienen por qué. Es irrelevante juzgar moralmente su conducta. El nacionalista, como todos nosotros, cree ser un hombre bueno. Cuando el reaccionario clérigo Junqueras declamaba esta semana ante el tribunal con una punta rota de histeria: «¡Yo soy un hombre bueno!» estaba diciendo realmente lo que pensaba de sí mismo. La única diferencia entre ellos y nosotros es que los nacionalistas exhiben su bondad con sospechosa frecuencia. Pero insisto: juzgarles sería como juzgar al escorpión que cruza el río a lomos de la rana.
Si esta semana los nacionalistas catalanes decidieron retirar su apoyo al Presupuesto no ha sido ni por el derecho a la autodeterminación ni por el relator delatado ni por la mesa de dos patas. Ha sido porque el Estado que ahora juzga a los rebeldes que pretendieron desafiarlo está más débil con Gobierno que sin Gobierno. Comprendo que esto sea difícil de comprender tratándose del Gobierno de Sánchez, pero la verdad es difícil. El paisaje civil que se avecina es realmente simpático, en el mismo sentido que lo son las explosiones simpáticas. El proceso de renovación de las instituciones políticas coincidirá con la etapa final del juicio a los presos nacionalistas. Y con la consiguiente propaganda del separatismo. Si los gobiernos convencionales no supieron contrarrestar con demasiado éxito esa propaganda, qué decir de un Gobierno en funciones. Es improbable que las elecciones del 28 de abril traigan una mayoría política sencilla de construir. Los pactos habrán de esperar hasta las elecciones municipales y autonómicas de un mes después. Este calendario perturbado no es obra del azar sino que responde a los intereses estrictos del presidente Sánchez. Su moral limitada. Su inteligencia de bola de billar. Hay que ser sánchez, locución, para atreverse a introducir un doble proceso electoral en medio del juicio. No me envileceré ahora los dedos desgranando todos los atropellos a las formas y fondos elementales de la democracia que ha perpetrado en estos nueve meses, culminados con esa inédita versión del mitin que ha dado en llamarse Declaración institucional. Y lo que es peor: sin que, ante esos atropellos, ningún alto funcionario haya escrito en algún periódico español lo que escribió anónimamente un homónimo suyo en el Times, a propósito de Trump: «Tranquilos, españoles, que nosotros frustramos cada día parte de su agenda y sus peores inclinaciones».
Después de que Sánchez anunciara la disolución de las cámaras, la portavoz del gobierno catalán declaró, sonriendo de oreja a oreja, y en su caso es una larga ruta: «España es ingobernable hasta que no se resuelva el conflicto catalán». Tiene razón. Es imprescindible que el conflicto catalán se resuelva para que España pueda gozar de estabilidad política. Y no hay otra manera de hacerlo que a través del diálogo. Un diálogo sincero, abierto, sin líneas rojas y sin condiciones. Es una ingenuidad la pretensión de que un 155 indefinido pueda resolver un problema que, como señala con lucidez la portavoz, es un problema español. El 155 es una excepcionalidad que cae más cerca de las obligaciones jurídicas que de las políticas. Ahora que los presos nacionalistas están siendo juzgados en el Supremo es la hora de dar soluciones –repito, políticas– al conflicto. Hay que hacer política y hay que hacerla partiendo de la lección que describía en el primer párrafo. Después de que Sánchez (si comete la intolerable arrogancia de presentarse a las elecciones y su partido se lo consiente) haya sido derrotado el próximo 28 –mucho mejor si puede serlo con crueldad estadística– y el Psoe haya recuperado el sentido político y hasta el estético, los tres partidos constitucionales han de abrir una mesa de diálogo. Han de hacerlo, al margen de cuál haya sido el resultado electoral, aunque sin negarse en principio a que los acuerdos pudieran proyectarse sobre otras múltiples decisiones de Gobierno. De la mesa los tres partidos solo han de levantarse cuando acuerden que cualquier instante futuro de minoría parlamentaria se resolverá entre los tres, sin reclamar ni aceptar los votos nacionalistas. Y que mientras los partidos nacionalistas catalanes no vuelvan a la política estatutaria cualquier decisión importante que afecte a la política catalana habrá de tomarse con el triple consenso descrito.
No será fácil. No será breve. Habrá que superar innumerables trincheras donde, desde hace muchos años, ha anidado la desconfianza. Es probable, incluso, que algunas personalidades independientes –e inteligentes– de la sociedad civil deban sumarse a las rondas de negociación y pacto. Pero la hora de la política, de la alta política, del diálogo no solo constructivo, sino también creativo, debe sonar al fin en España. Los problemas políticos requieren soluciones políticas y no sé cómo hemos tardado tanto en verlo, yo el primer empecinado.
Y tú, tú sigue ciega tu camino.