JUAN CARLOS GIRAUTA-EL DEBATE
  • Que unos gañanes vengan a reclamarse europeístas sin haber leído más que dos libros de autoayuda, que acusen de eurófobos a los que por encima de todo aspiramos a resucitar el espíritu europeo es una negra broma

Esas gentes, ¿en qué piensan cuando dicen Europa? ¿Evocarán un lejano escenario sin comprender que Europa es el suelo que pisan, la herencia que pisotean? Cuando digo Europa digo Don Quijote y Hamlet, y antes digo la Divina Comedia, y antes el Mío Cid y la Canción de Roland. Y después digo que hay más Europa en una ficción rusa, concretamente en un diálogo de Aliosha y Vania Karamazov, que en todas las agencias y observatorios que aturden y adocenan almas e individuos, cercenan la libertad puertas adentro: dormitorio y conciencia. Alimentan a quien nada produce, a quien nada embellece. Los distinguirás por el rosco de colorines, alardeo moral para justificar una marabunta de hormigas funcionarias y caníbales.

Aquel diálogo abismal de Dostoyevski toca el cielo con la mano extendida de un hermano y el infierno (la nada de un nihilista ruso del XIX, modelo ultraterreno hoy triunfante) con la mano yacente y resentida del otro. Sin olvidar las diestras que, pese a todo, se estrechan. Con esas páginas se podría reproducir la teología, las teodiceas… y la desventura moral del ser humano europeo. Ese que en las leyes de Burgos abolió la esclavitud porque reconoció el alma del indio. Tendremos que cargar con la negrolegendaria elección de un español como gran inquisidor cuando Dostoyevski rozó el cielo de la cultura.

Hay otros diálogos en la literatura que un europeo no puede ignorar. Así los que mantienen Naphta y Settembrini en un sanatorio de Davos (hoy patíbulo de Europa). Davos es como el piso de los vecinos de La semilla del diablo. Thomas Mann retrata para siempre en La montaña mágica el choque, el cruce, la mezcla, el rechazo, la atracción entre Ilustración y reacción. «¿Soy clásico o romántico?» –se preguntará Antonio Machado–. Porque uno, después de Naphta y Settembrini, de Settembrini y Naphta, duda entre ser un ilustrado al que arrebatan la pasiones oscuras, el éter y los naufragios, o más bien un esteta sediento de leyenda al que de repente deslumbran las Luces y sabe que después de ellas nada será igual. Esa vacilación y esa paradoja es Europa. Que unos gañanes vengan a reclamarse europeístas sin haber leído más que dos libros de autoayuda, que acusen de eurófobos a los que por encima de todo aspiramos a resucitar el espíritu europeo que murió en el Holocausto, la civilización, es una negra broma.

Bulgaria en el ochenta y siete era la pura desolación. El siniestro Yivkov llevaba décadas en el poder y le quedaban no pocos años por delante. Lo que me espantaba de aquella Europa comunista (que visité con provecho a mis veintipocos años para dejar de ser de izquierdas también con la vista y el olfato) era la ausencia de Europa en Europa misma. Como le pasó a Quevedo con Roma. Estaba Alexander Nevski, las huellas de un mundo liberado del muslime. Pero no había Europa. Hasta que vi una café estilo vienés. Libreas blancas, una gran terraza. Lo frecuentaban los diplomáticos. En ese único café de Sofía pervivía Europa, la civilización que quieren rematar los sedicentes europeístas. Ja. Hay una brújula inequívoca: si es antisemita (antisionista, propalestino, etc.), como nazis y comunistas, es antieuropeo. No creo que haga falta glosar lo judío de Europa. Pero si así fuera, empiezo yo y siga usted: Jesús.