PARALALIBERTAD – 13/09/14
· Acto de Libres e Iguales celebrado el 11 de septiembre, en el Círculo de Bellas Artes.
Asistieron el ministro de Justicia y la alcaldesa de Madrid, el grupo de UPyD en el Parlamento Europeo casi al completo: Sosa Wagner, Maite Pagaza y Fernando Maura. La diputada de C’s en el Parlamento catalán, Inés Arrimadas. El que fuera secretario de Estado de Interior, Ignacio Astarloa. También hubo presencias socialistas, además de Nicolás Redondo y Joaquín Leguina, primeros firmantes del manifiesto Libres e Iguales: los exministros José Luis Corcuera y Virgilio Zapatero, quien fuera presidente del Senado, Juan José Laborda y aquel gran alcalde de La Coruña que fue Paco Vázquez. Estuvieron Mario Vargas Llosa y la mayor parte de los primeros firmantes.
Lástima que a Televisión española solo le alcanzaron sus registros contables hasta “decenas de personas”. Entre ochenta y cien decenas. Es de esperar que afinen la ordinariez. Tal como estaba programado, el pianista Borja Mariño, haciendo suya la sobriedad del acto, cuya puesta en escena había sido diseñada por Albert Boadella, interpretó cuatro piezas de otros tantos compositores catalanes: Antonio Soler, Enrique Granados, Isaac Albéniz y Amadeo Vives, de títulos tan inequívocos como Fandango, Danza española número 5, Granada y Doña Francisquita. Mira dónde tenían los nacionalistas glorias patrias, sin tener que inventarse extravagancias como Teresa de Jesús o Colón, aunque bien mirado y tal como están las cosas es de agradecer que no hayan reclamado a Martin Luther King, como la verdadera personalidad del negro de Bañolas.
El acto fue uno de los más emocionantes a los que uno haya asistido. Al encontrarse con los primeros asistentes, Tonia Etxarri decía: “Anda, si esto parece la reconstitución del Basta Ya”. Había víctimas del terrorismo, como Angeles Pedraza, Conchita Martín y Mapi de las Heras, remeros de la Argos y del Volga.
Texto de Cayetana Álvarez de Toledo, leído el 11 de septiembre, en el Círculo de Bellas Artes
A esta hora, en las calles de Barcelona, miles de personas están conmemorando una guerra civil. Es un raro ejercicio. Su intención no es que el recuerdo sirva a la razón y a la convivencia. Su intención es que la herida permanezca.
Hace trescientos años, en el asedio de Barcelona, murieron cerca de veinte mil personas. Ingleses y franceses en el lado borbónico; alemanes y holandeses en el lado austracista… Pero, sobre todo, murieron españoles. Españoles que luchaban en un bando y en otro.
Murieron atacando o defendiendo la montaña de Montjuic. También por las calles de la ciudad amurallada. Bajo una lluvia de bombas. Cuerpo a cuerpo, español contra español.
El 11 de septiembre empezó a celebrarse a principios del siglo XX. Aunque la conversión de la matanza en fiesta nacional data de la primera ley aprobada en 1980 por el parlamento catalán.
No fue una decisión que el entonces presidente Pujol tomara en solitario. Lo apoyaron todos los grupos parlamentarios. Y no hubo un gran debate ciudadano.
Algunas personas propusieron, con cierta timidez, la alternativa de San Jorge.
El Sant Jordi catalán añade a su origen religioso un amable carácter civil basado en la costumbre, reciente aunque cuajada, del libro y de la rosa. Pero nunca llegó a considerarse con seriedad. Se prefirió la evocación de un episodio sangriento a una pacífica consagración de la primavera.
El reproche más extendido que se hizo entonces al once de septiembre tuvo un carácter irónico. ¿Cómo era posible que una comunidad política decidiera celebrar su presunta desaparición? ¿Cómo era posible que prefiriera «la desesperación a la esperanza», por utilizar las palabras de Henry Kamen?
Celebraban, celebran, la herida. Una herida entre españoles. Su intención era, y es, que la herida permanezca. Ellos lo proclamaron, sin embargo, el día en que Cataluña se rindió ante España y perdió su libertad.
A partir del primer gobierno nacionalista, el mito del once de septiembre de 1714 adquiría solemne formalidad institucional. Pero aunque el mito se vista de decreto, mito se queda.
Sólo desde la ignorancia o el fanatismo puede presentarse la Guerra de Sucesión como una guerra de España contra Cataluña.
La Guerra de Sucesión fue una guerra dinástica. Una guerra internacional. Y una guerra civil. Una guerra civil entre españoles y una guerra civil entre catalanes.
La guerra se libró a lo largo y ancho de España: de Extremadura a Mallorca; de Sevilla a Vigo; de Cádiz a Navarra. Y, por supuesto, en Cataluña, Aragón y Castilla; en Barcelona, Zaragoza y Madrid.
La guerra abrió trincheras entre los distintos reinos de la antigua Monarquía. Sí. Pero también las abrió en el interior de cada territorio. Hubo partidarios de Carlos en Castilla y defensores de Felipe en Cataluña. Austracistas en un sitio y en otro. Borbónicos aquí y allá.
No hubo un candidato catalán y otro español. No hubo un ejército catalán y otro español. Los dos lucharon en nombre del Rey de España. Los dos celebraron sus victorias como victorias para España. Y los dos lloraron sus derrotas como derrotas para España.
Unas siete mil personas abandonaron Barcelona cuando fue tomada por las tropas del Archiduque en 1705. La ciudad tenía entonces treinta y cinco mil habitantes: los borbónicos no eran una minoría residual.
Hay algunas preguntas que hacerse:
El último almirante de Castilla, Juan Tomás Enríquez de Cabrera y Ponce de León, ¿era menos castellano o un mal castellano por apoyar al archiduque Carlos? Las ciudades de Cervera, Berga, Ripoll o Manlleu; el valle de Arán, ¿eran menos catalanas que otras ciudades o comarcas de Cataluña por defender a Felipe V? ¿O es que incurrían ciega y colectivamente en el autoodio, esa patología inventada por el nacionalismo para decretar la muerte civil del discrepante?
¿Y quiénes eran más catalanes, de una catalanidad más depurada? ¿La nobleza urbana y la burguesía ilustrada, que ensalzaban las reformas introducidas por los Borbones en Francia? ¿O la aristocracia rural, el clero y los comerciantes y artesanos, que las rechazaban por amenazar sus privilegios?
No hubo una Cataluña buena y otra malvada. No hubo una sola Cataluña. Hubo tantas como sus ciudades, tantas como sus facciones políticas, económicas y sociales. Tantas como sus habitantes. Tantas. Como ahora.
Esas Cataluñas fluctuaron con el tiempo y por la fuerza de los acontecimientos. Ciudades como Tarragona, Lérida y Gerona cambiaron de bando varias veces. Barcelona sólo cambió una vez, pero con consecuencias trágicas.
A unos pasos del antiguo mercado del Borne, hoy convertido en monumento a los mitos de 1714, se levanta una marquesina que parece haber escapado a la manipulación nacionalista. Es la última arenga del general Antonio de Villarroel a los hombres que defienden Barcelona del asedio. Dice así:
«Señores, hijos y hermanos: hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por la nación española peleamos. Hoy es el día de morir o vencer.»
El 11 de septiembre de 1714, a las 3 de la tarde, Rafael de Casanova firma el último bando austracista. La ciudad caerá al día siguiente, poco después del mediodía. Casanova pide a los barceloneses que derramen hasta la última gota de sangre.
«Se confía, con todo, que como verdaderos hijos de la patria y amantes de la libertad acudirán todos a los lugares señalados a fin de derramar gloriosamente su sangre y vida por su rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España».
«La libertad de toda España». Por eso decían luchar los unos en 1714. Por eso mismo decían luchar los otros. Tenían convicciones diferentes. Discrepaban en sus intereses. Pero les unía la coincidencia fundamental de España. Y les unió la derrota. La Guerra de Sucesión fue un dramático episodio para España. Perdió territorios, influencia, tiempo y vidas.
No hubo en 1714 dos sujetos políticos ni dos identidades enfrentadas: Cataluña y España. Tampoco las hubo en 1936. Tampoco las hay ahora. Esta es la verdad que el nacionalismo ha borrado del pasado para que no arruine su presente. El nacionalismo precisa hacer de Cataluña una sociedad unánime, impermeable al pluralismo, identitariamente pura y abocada al enfrentamiento con España. Su empeño es firme. Pero estéril.
A esta hora miles de personas conmemoran en Barcelona una guerra civil.
Libres e Iguales repudia que el 11 de septiembre sea la fiesta nacional de Cataluña. La celebración supone una afrenta histórica y ética, por más que esté sólidamente institucionalizada.
El 11 de septiembre solo tiene un sentido acorde con la verdad: fue el día triste y resignado de recoger los cadáveres de los hermanos. El inicio del duelo. También el de la represión inexorable.
Catalanes contra catalanes, españoles contra españoles, ese es el paisaje de 1714 y de todas las guerras que vinieron luego.
En ninguna de ellas se ha dado el hecho turbia y desdichadamente fantaseado por el nacionalismo: una guerra donde un ejército de españoles luchara contra un ejército de catalanes: unos por anexionarse Cataluña y otros por ejercer su absoluta soberanía. Justo ese momento que expresa el himno nacional de Cataluña, Els Segadors, un himno falsamente tradicional, que se inventó a fines del siglo XIX, y donde el cuello de esa gente «tan ufana y tan soberbia» de Castilla es rebanado por las hoces catalanas.
También en este caso había un alternativa emocionante, arraigada y desdeñada: El Cant de la Senyera, de Juan Maragall y Luis Millet.
Catalanes y españoles nunca han peleado por ser lo que son, llevados por un odio xenófobo. En los enfrentamientos españoles, ciudadanos catalanes y ciudadanos castellanos, vascos, han podido matarse por la religión, por los tributos, por la libertad, por el fascismo o por el comunismo.
Los españoles han luchado, y a veces con ferocidad y contumacia, para seguir siendo españoles. Es verdad que para seguir siéndolo a su manera. Y es verdad que esa manera podía ser moralmente muy distante. Pero jamás se mataron para dejar de ser españoles.
Los hechos son irrevocables: en más de quinientos años de historia compartida jamás hubo una guerra de secesión española.
El poeta Jaime Gil de Biedma escribió: «De todas las historias de la Historia/ la más triste sin duda es la de España/ porque termina mal.»
Sus versos han reafirmado a quienes cultivan la resignación: esa visión limitada, rudimentaria, de una España diferente, binaria, crispada, empeñada en su propia destrucción.
Pero esta no es la visión de la historia. Ni siquiera el sentido del poema.
Gil de Biedma escribe contra la metafísica de la derrota que sirve a los intereses particulares y a la irresponsabilidad general. Habla de una «historia distinta y menos simple». Una historia sin demonios cuyos dueños sean los hombres responsables. Los ciudadanos. Esa es también la historia de España. La gran historia de las reconciliaciones españolas. La historia que acaba bien.
Contemos la historia de España como una suma de puntos de luz, de concordia, de cordialidad, de reconciliación.
1412. La capacidad de compromiso que demuestran los representantes de la Corona de Aragón cuando en Caspe eligen a un castellano, Fernando de Antequera, como sucesor.
1725. La paz de Viena que firman Felipe V y Carlos VI, con su garantía de que «habrá por una y otra parte perpetuo olvido». Perpetuo olvido de los horrores cometidos por ambos bandos. Perpetuo olvido para regresar los combatientes libremente a su patria. Perpetuo olvido para gozar de sus bienes y dignidades «como si absolutamente no hubiese intervenido tal guerra».
1812. El pacto fundacional por el que España se integra en la modernidad política: la Constitución de Cádiz, por y para los españoles de ambos hemisferios. Para que sean ellos por primera vez los dueños de la nación y de su historia: titulares de la soberanía, libres, independientes y nunca más «patrimonio de una familia o persona.»
1839. El abrazo difícil y fraterno que en Vergara pone fin a la primera gran guerra entre liberales y carlistas.
1938. El discurso conmovedor que pronuncia Manuel Azaña en el Salón de Ciento del Ayuntamiento de Barcelona. Este impresionante discurso de la reconciliación que entonces no fue.
· En el que aclara que «España no está dividida en dos zonas delimitadas por la línea de fuego; donde haya un español o un puñado de españoles que se angustian pensando en la salvación del país, ahí hay un ánimo y una voluntad que entran en cuenta».
· En el que advierte que no es aceptable ni posible «una política cuyo propósito sea el exterminio del adversario» porque siempre quedarán españoles que quieran seguir viviendo juntos.
· En el que anticipa que la reconstrucción de España «tendrá que ser obra de la colmena española en su conjunto» y la paz, «una paz española y una paz nacional, una paz de hombres libres (…) para hombres libres.»
· Y en el que sentencia que «es obligación moral, sobre todo de los que padecen la guerra (…) sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón».
1956. La Declaración, llena de grandeza y de sentido de la historia, en la que el Partido Comunista de España denuncia por primera vez la «artificiosa división de los españoles entre rojos y nacionales».
. En la que pide «enterrar los odios y rencores de la guerra civil».
. En la que llama a todos los españoles «desde los monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, centristas y socialistas, a proclamar, como un objetivo común a todos, impostergable y posible, la reconciliación nacional».
1978. El éxito colectivo incontestable: la Transición.
Entonces los españoles asombraron al mundo por su capacidad para reconciliarse con su pasado y consigo mismos.
En las calles de Barcelona se celebra una guerra civil, pero hoy, aquí, Libres e Iguales quiere conmemorar, quiere reivindicar la España cierta, lúcida, arraigada de la reconciliación.
El ser de España ha dado lugar a múltiples cavilaciones. Han participado filósofos, escritores, poetas, y hasta entrenadores de fútbol. Pero echando una ojeada a la producción intelectual es fácil convenir un exceso metafísico. España es, sencillamente, una vinculación. España es una convivencia. Un himno sin letra. Un link.
No hay más ni menos España en Covadonga que en la ciudad de Cádiz; en el Finisterre que en Cartagena; en Melilla que en Olot. Ni el Apóstol Santiago ni el Tío Pepe, jerez fino, contienen la españolidad en un grado mayor o menor que la prosa escéptica de José Pla. O que esta música de la Iberia universal que hemos escuchado.
El hecho diferencial español es más sencillo y sus palabras claves no son enfáticas. España no es, ni siquiera, contrariando a la España hidalga, una cuestión de honor. España es una voluntad, y ciertamente empecinada, de vivir juntos los distintos. Y lo fue desde el primer día.
La unión entre Aragón y Castilla no fue la mera absorción de un reino por el otro. Fue la primera piedra de una compleja arquitectura solidaria que ha durado siglos.
Y hoy todas las culturas españolas se exhiben y se proyectan con una potencia que jamás conocieron. De ahí que el proyecto nacionalista no pueda evitar su identificación con la xenofobia. Porque en el fondo de todas las argumentaciones para la secesión hay una pasión sórdida, que no se dice: la del que no quiere vivir con los demás.
Cíclicamente los nacionalistas aluden, en modo defensa y ataque, al nacionalismo español. Pero ¿qué nacionalismo es ese, qué insólito nacionalismo el que aún no ha pronunciado una sola palabra de exclusión, de rechazo, contra sus compatriotas? ¿Qué extraño nacionalismo el que en vez de fábricas de extranjería insiste en la casa común española?
Solo hay un nacionalismo español: el que fija, con sus equívocos, con sus torsiones en pos del pacto, con sus jorobas retóricas pero con su emocionante voluntad de integración, la Constitución española de 1978.
La Constitución de 1978 es la paz civil española.
No hay convivencia posible fuera de los principios que permiten la integración de izquierdas, derechas, creyentes, ateos, monárquicos, republicanos, castellanos, catalanes…
La Constitución consagra a los ciudadanos como titulares de la soberanía. Asegura la libertad y el ejercicio de los derechos. Afirma la igualdad ante la ley. Protege el pluralismo lingüístico. Integra las diferencias.
Y al hacer todo esto garantiza la convivencia. «Diferir incluso de la diferencia en cada grupo diferenciado», como ha escrito Fernando Savater.
La Constitución de 1978 es la paz civil española.
Si el nacionalismo arremete contra la Constitución es porque la Constitución garantiza la convivencia de los distintos. Porque les reconcilia, les acerca y les suma.
Si el nacionalismo celebra hoy una guerra civil española es porque reniega de los principios que hacen posible la paz civil española.
España no merece ser defendida por ser una de las más antiguas naciones del mundo. La antigüedad no es un valor moral. Ni jurídico ni político.
España merece defenderse porque desde 1978 significa libres, significa iguales y significa juntos los distintos.
En el proyecto nacionalista la parte cede al todo, pero nunca el todo cede a la parte. El proyecto nacionalista persigue siempre el encuadramiento. A esta hora en las calles de Barcelona desfilan las masas perfectamente encuadradas en una uve.
Victoria, dicen. Vergüenza, decimos.
Para desdicha de sus odiadores nacionalistas España no es una voluntad anacrónica. Todo lo contrario: encaja con lo mejor del proyecto moderno.
La obstinada voluntad española de vivir juntos los distintos es moderna y políticamente próspera. Y profundamente europea. La idea de la construcción europea se funda sobre el rechazo de algo que le costó a Europa 80 millones de muertos. La idea de que a cada cultura, ¡que es como decir a cada hombre!, debe corresponderle un Estado.
España es Europa, desde luego. Lo es por su sistema de ciudades, por sus catedrales, por su geografía. Pero lo es, sobre todo, porque ha integrado en un mismo Estado a los distintos.
Por eso hay que lamentar la respuesta general que Europa ha dado al segregacionismo. Es difícil comprender que, ante el reto nacionalista, Europa se haya acogido a la retórica del asunto interno.
Asunto interno es una frase peligrosa dicha desde Europa. El que Europa considere el conflicto nacionalista como un asunto interno español supone algo más que un menosprecio a un Estado miembro: supone una traición al propio proyecto europeo. Y decretada por Europa.
Nunca la destrucción de un Estado europeo puede ser un asunto exclusivamente catalán o español. La moral de Europa es, justamente, contraria al asunto interno. Europa es Schengen, desde luego. La libre circulación de las personas. Pero ante todo es el fin de las aduanas morales.
Los nacionalistas han considerado siempre que los catalanes eran los únicos que podían discutir y decidir sobre la independencia. ¡Su asunto interno!
Ha sido su primer acto de soberanía. Y hasta ahora exitoso. De ese éxito arranca su grotesco monopolio de la palabra libertad y de la palabra democracia.
Los nacionalistas exigen su derecho a decidir a sabiendas de que ese supuesto derecho niega el derecho a decidir de todos los españoles.
La democracia que conciben es el gobierno de la minoría.
La libertad que reclaman es la que niegan.
Sin embargo, han logrado extender la idea de que es justo que los catalanes decidan sobre la suerte de todos los españoles. Y lo más sorprendente es que la idea haya calado entre algunos españoles que no son catalanes.
Hay españoles cuya relación con la libertad y con la democracia es compleja. Es decir, acomplejada. Quizá sea en parte resultado de una convivencia demasiado estrecha y prolongada con la dictadura. Y en los más jóvenes, la evidencia de una inaudita culpa heredada. Porque en esta actitud ante el nacionalismo hay resignación, cansancio y acrítica obediencia a la corrección política. Y todos esos rasgos son propios de una ciudadanía vacilante y sometida.
De ahí que esta tarde Libres e Iguales lance desde la capital de España una afirmación que es tanto una advertencia como un grito solidario:
Sí me importa.
Una advertencia a los nacionalistas de que no van a seguir encontrando como aliada la indiferencia española. Y un grito solidario dirigido al gran número de ciudadanos que bajo la presión, como mínimo moral, del nacionalismo están defendiendo en Cataluña la libertad y la igualdad de todos los españoles.
Sí me importa. Si nos importan.
Sí me importa que España supiera salir de una dictadura cruel sin una nueva guerra civil.
Sí me importan la victoria de la democracia sobre el terrorismo nacionalista, y la memoria y la justicia y la dignidad de las víctimas.
Sí me importa que España haya protagonizado la modernización más espectacular del último medio siglo europeo.
Sí me importa que por primera vez en su historia España no forme parte de Europa, sino que sea Europa.
Sí me importa que haya una lengua en la que puedan entenderse todos los españoles.
Sí me importa que las lenguas y culturas españolas ya no sean patrimonio de los nacionalistas sino de todos los ciudadanos.
Sí me importa la elemental lógica democrática y solidaria que indica que son las personas y no los territorios los que pagan impuestos.
Sí me importa que la trama de afectos española sea respetada y protegida.
Sí me importa que el secesionismo sea derrotado. Y que después se impongan las cláusulas de los viejos pactos españoles.
Sí me importa la ley.
Sí me importa que preservemos nuestra mayor conquista: la paz civil española.
España es un problema, sí. España es el inevitable problema del que elige la pluralidad y la complejidad. España, una nación vieja, no puede someterse a las nuevas mentiras nacionalistas. Ella también se contó sus mentiras. Pero fue hace mucho tiempo.
Sí, España es un problema. Un problema excitante.
España es un proyecto inacabado. Es decir, vivo.
España es una pequeña Europa y su futuro será el futuro de Europa.
Sí me importa.
Este gran reto de la modernidad.
Juntos y distintos. Libres e iguales.
Madrid, 11 de septiembre de 2014