José Luis Zubizarreta-El Correo
- Frente al esfuerzo del poder por instaurar hechos alternativos que la sustituyan no cabe cejar en mantener la realidad como referente de veracidad
Desde siempre ha sido problemática en la filosofía la relación del hombre con la realidad. Valgan de ejemplo el ‘Discurso del Método’ de Descartes o la ‘Crítica de la razón pura’ de Kant, que tuvieron que esforzarse, cada uno a su modo, por dar cuenta de la naturaleza y los límites de la convivencia y el entendimiento entre ambos. El debate se ha movido desde la negación total de lo real a cargo de un solipsismo extravagante que lo reduce a mera creación del pensante hasta su aceptación al pie de la letra por un ingenuo empirismo acrítico. Entre ambos extremos, los matices y condicionantes que la filosofía ha ido interponiendo entre sujeto y objeto en razón del sesgo que quien percibe arrastra consigo. Pero no van de filosofía estas líneas. Van, más bien, del dominio que el poder ejerce, sea cual sea su carácter, mediante la transformación caprichosa de la realidad o la negación incluso de su existencia. A tal respecto, la mención a la filosofía sólo tiene la intención de poner de relieve la diferencia que se da entre el disciplinado rigor de sus distingos y el desparpajo de un poder que discurre a trompazos con la desvergüenza de quien sólo busca su provecho. Y se justifica, sobre todo, porque en el generoso esfuerzo del pensamiento o en la interesada manipulación del poder se pone en juego la dignidad o la indignidad, no ya de la política, sino de la misma existencia humana. Nuestra es la elección.
En referencia ahora al poder, el presente se mueve entre la incertidumbre y el miedo. Inquieta, en efecto, y asusta la debilidad que exhiben las instituciones democráticas, amenazadas como están por autocracias que ponen en riesgo su supervivencia. Pero, bajo el oleaje que se observa en la superficie, se agita un mar de fondo que delata su verdadera gravedad. Se centra ésta en la ligereza con que están acuñándose en el lenguaje y aceptándose en la sociedad términos que ocultan, bajo su atractiva ingeniosidad, intenciones hondamente disruptivas de los usos y normas en que se basa la convivencia civilizada. Palabras como «metaverso» o «posverdad» y frases como «hechos alternativos» están siendo utilizadas por el poder, de la laya que sea, para desplazar, mediante el abuso de instrumentos como la inteligencia artificial, la realidad verificable y sustituirla por otra denominada «virtual», que no es sino el relato con que trata de imponer sus objetivos. Esa constelación de términos que se renueva día a día y percute gota a gota en la mente de quien se alimenta de las tecnologías de la comunicación es el mecanismo con el que se quiere dar consistencia supuestamente científica a «negacionismos» y «cancelaciones» de hechos verificables para sustituirlos por presuntos universos paralelos que se proclaman «la nueva realidad». La renuncia a la verificación de datos que se anuncia es la señal más alarmante de la sumisa aceptación del mecanismo. Esa nueva realidad queda así en manos de quien tiene el poder de crear el relato más atractivo y de implantarlo mediante su machacona repetición y su eficaz divulgación. La arbitrariedad campa, pues, por sus respetos.
Frente a esta avalancha disruptiva, el individuo se encuentra inerme. Sólo acompañado, sobre todo, de unos medios de comunicación que, leales a sus compromisos deontológicos, no cedieran en su empeño de objetividad, podría hacer frente a su ímpetu arrollador. Uno y otros deberían, pues, aunar fuerzas para mantener la realidad de los hechos como último referente de veracidad, sin permitir que acabe diluyéndose en un vano y engañoso relato que la suplante. Nos atreveríamos así, por fin, a «gritarle a la cara ‘mentira’, cuando tropecemos con quien miente», como aconsejaba Unamuno, pues nos sentiríamos apoyados por el aval de una realidad que siempre se encargará de desmentir a quien quiera llevarle la contraria. ¡Que nadie nos quite de en medio de la habitación ese trasto viejo con que siempre tropezamos y que se llama realidad!
No tiene, sin embargo, la realidad categoría de inmutable. Está, más bien, construida por un cúmulo de aconteceres que han ido agrupándose, adrede o al azar, para conformarla tal cual ha llegado hasta nosotros. Referente sólido de veracidad, carece, en cambio, de fuerza normativa. Es lo que es y no lo que debe ser. No valen ante ella actitudes conformistas que se expresan en dichos del tenor de «es lo que hay», «así son las cosas», «qué le vamos a hacer». Junto a la consistencia de referente tiene una plasticidad que se deja moldear. Se presta, pues, al cambio y puede transformase en otra mejor que, sin negarla, la renueve. De nosotros depende el resultado.