Los Presupuestos Generales del Estado para 2017 se han convertido en un asunto apremiante después de que la Comisión Europea advirtiera el martes pasado de que España tiene que presentar unas cuentas públicas que cumplan con el compromiso de déficit (3,1% del PIB) para 2017 y del 2,2% en 2018. El Gobierno tendrá que aprobar un recorte adicional de 5.500 millones de euros sobre el proyecto presentado ya en Bruselas para el año próximo y otros 5.500 millones adicionales para el siguiente. Es un ajuste profundo, de grave impacto para los ciudadanos y dañino para el crecimiento económico, que, como suele suceder en la arbitraria política española, no está preparado ni debatido.
Que la estrategia presupuestaria frente a esta nueva ola de ajustes debería debatirse —en el Congreso, que para eso está— es algo evidente; que el debate tenga lugar, parece improbable. Para empezar, debería considerarse una negociación política: el nuevo Gobierno podría presentarse en Bruselas con una propuesta (preferiblemente, con el apoyo de la mayoría de la Cámara) para aminorar el impacto del ajuste mediante un calendario más amplio. La opción tradicional, desarrollada durante la legislatura de Rajoy, ha consistido en aceptar sin más las propuestas de la Comisión, decir que sí a todo y, al final, incumplir pertinazmente lo acordado. Es el método de la doble verdad. A los ciudadanos españoles se les dice que “no van a ser necesarios nuevos ajustes”, faltaría más, mientras que a Moscovici y Dijsselbloem se les prometen los recortes que hagan falta.
Bruselas ha descubierto el truco; así que lo más probable en esta legislatura es que ya no acepte maquillajes ni absurdas bajadas de impuestos. Aplicará las sanciones conocidas si hay incumplimiento del déficit con la convicción de que está “cargada de razones”. Aunque también se puede argumentar que los comisarios económicos podían haber detectado fácilmente los incumplimientos año tras año, y exigir su corrección, solo con comprobar cómo subía año tras año la deuda pública.
Si la Comisión no negocia un nuevo calendario, la opción correcta es determinar si el ajuste de 5.500 millones deberá aplicarse por reducción de gasto público, por aumento de ingresos tributarios o en qué proporción de ambos; si pueden evitarse nuevos recortes en el Estado de bienestar; y cuál es la mejor opción para procurar ingresos tributarios con cierta premura. El adelanto del Impuesto de Sociedades no resuelve el problema, por supuesto, porque lo que se perciba hoy se dejará de percibir cuando cese la vigencia del adelanto; pero un ajuste racional de los ingresos —en espera de una reforma fiscal integral— debe empezar con cambios en ese impuesto, con el objetivo de que la recaudación efectiva se acerque al tipo nominal. Las empresas apenas pagan el 7% de sus beneficios, cuando el nominal está en el 30%.
Deberían, además, formar parte del debate —apoyado por estudios previos— los cambios en el IVA, que es el otro impuesto con gran capacidad recaudatoria. Y cuál es la parte del ajuste que corresponde a las comunidades autónomas. La pregunta pertinente es: ¿está en condiciones el Gobierno del PP de ofrecer un plan presupuestario racional con estas premisas de negociación y posibilidades de consenso?