MIKEL ARTETA – FRONTERAD.COM – 29/04/16
· Una comunidad política que se “auto-comprende” democráticamente.
Quizás el sonsonete de que España necesita ofrecer un proyecto ‘atractivo’ contenga más verdad de lo que algunos solemos admitir. Al fin y al cabo, no hay política democrática donde no se ha legitimado el poder. Y algo tiene que ver esa legitimación con la identidad política, aunque, en su esencia, la lógica identitaria y la democrática sean opuestas: particularista, una; universalista, la otra. Ante este dilema, algunos, incómodos al cantar loas a la nación (como hacen sin rubor los nacionalistas periféricos), nos prestaremos a desempolvar como respuesta el ‘patriotismo constitucional’. Pero primero habrá que deshacer la confusión que emborrona el concepto; y más cuando se pretende aplicar en España.
¿Qué tal empezar por lo que no es? No es la identidad patriótica de quienes, ciegos, y por eso orgullosos, rezan: “my country, right or wrong”. Pero el adjetivo («constitucional») tampoco convierte el invento en una identidad abstracta, despegada del suelo, sostenida por (y a la vez sostenedora de) los grandes principios constitucionales. De hecho, no encontraremos muchos pueblos ni gobiernos que no quieran encarnar la justicia, el bien y la libertad; ni siquiera entre los más déspotas. Un principio, como el papel, lo aguanta casi todo.
Cada polo del concepto contrarresta al anterior, aunque el justo término medio se acerque, como es natural, al sustantivo: el patriotismo constitucional se refiere a una identidad colectiva nacional que, históricamente generada por un proceso iterativo y reflexivo, va limando aristas que dificulten la convivencia tolerante. Si en el siglo XIX fueron los mapas, los censos, los museos, la historia, la ciencia social o la prensa, hoy se suman la demoscopia, los crecientes análisis sociales, los medios audiovisuales o internet para reflejarnos, en un mundo cada vez más pequeño y poroso, nuestra propia imagen: nos gustará más o menos, pero nos facilitará ir mejorándola; mejorándonos.
Del reflejo surge una comunidad que se “imagina”, que se “auto-comprende” a sí misma; una identidad política que va desarrollándose en un proceso civilizatorio que no afronta pocas dificultades. La mayor de ellas es compartir con la democracia, a la que el patriotismo constitucional se debe por definición (hoy la democracia es democracia constitucional), la tensión que revela el rostro de Jano, el dios que miraba, a un tiempo, a ambos lados. Me refiero a la tensión inherente que se da entre, por un lado, la inclusividad democrática (el autogobierno de los afectados, que en su versión ideal tiende al cosmopolitismo para anular externalidades políticas, como la contaminación o la evasión fiscal) y, por otro, la exclusión política: garantizar derechos e imponer obligaciones requiere un cierre democrático, es decir, requiere determinar unos miembros en un demos circunscrito dentro del cual opere un monopolio legítimo de la violencia que pueda ser aceptado por los ciudadanos.
Idéntica tensión que la política democrática atraviesa el patriotismo constitucional. Éste debe referirse, por una parte, a una identidad inclusiva, a un “nosotros” que empaste con el pluralismo democrático; pero, por otra, se conformará siempre por oposición a un “los otros”. En otras palabras: trazadas las fronteras de la soberanía, quedarán determinados un número de ciudadanos (que, para lo que aquí importa, incluye a los inmigrantes residentes, incluso sin papeles), relacionados solidariamente mediante recíprocos derechos y obligaciones; puesto que todos ellos componen un grupo con intereses comunes, siempre que uno se piense como parte del sujeto soberano, se referirá pronominalmente a ese sujeto como “nosotros”; y, finalmente, por cuanto hablamos de soberanía, será un “nosotros” contrapuesto a un “los otros”, a los nacionales de otro Estado concreto (verbigracia: los “franceses, que nos tiran la fruta en la frontera”; o, en tanto nos pudiéramos pensar como europeos: “los chinos, cuyos bajos estándares comprometen nuestra industria”).
Tratar de pensar ese “nosotros” implicará necesariamente algún tipo de afirmación (nos reconocemos a nosotros mismos como x, y o z), que acarreará siempre una negación (no somos a, b, ni c) de aquellos y aquello que no somos o no queremos ser. Pero pretender negar que imprimimos sustancia cuando nos pensamos a nosotros mismos es como tirarse de la coleta para salir del pozo. Y, sobre todo, es ceder terreno ante el nacionalismo, que no tiene reparos en hablar de identidad en un sentido más fuerte. Asfixiante incluso.
Algunas objeciones a la sustanciación fuerte del ‘patriotismo constitucional’
Por supuesto, podemos y debemos objetar varias cosas. En primer lugar, argumentaremos que los grupos de “nosotros” con que se auto-comprenderá cada sujeto son múltiples y solapados (puede pensarse como hombre, padre, heterosexual, europeo, médico, murciano, amante de los animales, aficionado al fútbol, etcétera). Advertiremos, en esta misma línea, que podemos pensarnos como un “nosotros, los humanos”, frente a la contaminación, el riesgo tecnológico… ¡o los marcianos, si hace falta! Y, por supuesto, podemos pensarnos como un “nosotros, los trabajadores del mundo”, frente al capital transnacional. Consecuentemente, podríamos colegir que lo democráticamente justo, si las circunstancias lo permitieran, sería construir una soberanía más y más grande, hasta abarcar a todos los humanos.
Responderemos, en segundo lugar, que cada una de las identidades colectivas es difusa y maleable para todo ser reflexivo. Las identidades no flotan en el ambiente ni las inhalamos respirando: aunque mediante fricciones los individuos vayan convergiendo en no pocas cosas, cada miembro del colectivo imaginado (cada médico, hombre, padre, etcétera, como “patriota constitucional”) tendrá una percepción distinta de los rasgos que caracterizan o deben caracterizar al grupo de referencia. ¿Por qué? Porque el grupo de referencia abarca a gente que, por más cercana que sea, nunca morará en su cabeza, ni acusará sus mismas experiencias. ¡Incluso a gente que no conocerá jamás!
En tercer lugar, apuntaremos que ese “nosotros” político (contrapuesto a un “los otros” extranjero), es en realidad un marco generador y a la vez deudor del juego interno de la política: el “nosotros” soberano/político quedará atravesado por infinitos ‘cleavages’ o líneas de confrontación política entre ingentes variaciones superpuestas de “nosotros” Vs “ellos”: “nosotros, los trabajadores del acero”, “los padres divorciados”, “los fabricantes de coches”, casi siempre frente a un “ellos” que son los demás conciudadanos; pero también, “nosotros, los desfavorecidos” contra “ellos, los acomodados”.
Sin embargo, ninguna objeción acaba con la realidad soberana, que es la que hoy nos garantiza nuestros derechos y prestaciones frente a otras soberanías. Y, levantando la cabeza de la estructura jurídico-política, tampoco impide ninguna objeción que hoy podamos decir, por ejemplo, que España da un valor a la familia que no dan nórdicos o estadounidenses; lo que da lugar a hijos que abandonan el nido a los 30, una natalidad más tardía, o un estado del bienestar menguado porque el gobierno aprovecha que la familia ya provee. En Alemania casi no hay revisores en buses o metros, tal vez porque no asocian el fraude con la picaresca. Los anglosajones, para quienes “el pueblo son sus gentes” (“the people are”) asientan una democracia más individualista, de herencia lockeana; y los continentales, desde Rousseau o Hegel, arrastran cierto idealismo conducente a Estados más sociales, pero donde anidó la perversión totalitaria.
Si en Francia arraiga un republicanismo participativo de ethos aristotélico, en Estados Unidos se perderá menos de vista que el estatuto ciudadano lo garantiza el Derecho. Hay quien se siente tierra de acogida; y quien cree ser tierra de valores universales (y, por lo que se ve, pretende salvaguardarlos negando la acogida). Son auto-comprensiones ético-políticas con no pocas contradicciones, que se dan a menudo de bruces con la realidad; pero en la medida en que impregnan las instituciones (desde la moral al Derecho), rigen la socialización de los ciudadanos y se reproducen (mediante constantes reinterpretaciones por parte de cada uno de nosotros) con el cuerpo social a través de la historia. Nada inmutable. Pero nada que se pueda cambiar de la noche a la mañana.
Todo esto no parece objetable; pero volvamos sobre una idea que acabábamos de mencionar. El “nosotros” del patriotismo constitucional, que responde al ámbito soberano, albergará en su seno (y será a su vez deudor de) los múltiples enfrentamientos “nosotros” vs. “ellos”. Esa lucha por quedar incluidos y representados en los derechos y en las políticas va visibilizando a un(os) “otro(s)” concretos para cada uno de nosotros y, por tanto, ‘resignificando’ nuestra propia percepción del “yo” o del “nosotros”: cuanto más espacio público ocupan las mujeres, menos omnipotencia se arrogan los hombres. Y lo mismo opera con la omnipotencia del empresario frente a un trabajador que adquiere derechos; con la del poderoso frente a la erección del estado de derecho; con la del adinerado en un Estado fiscal; con la omnipotencia del catolicismo, cuando todas las confesiones pasan a ser toleradas; con la del nacional ‘de pura cepa’ frente a la inmigración que se integra en la vida económica y cívica; o con la de los políticos cuando los jueces acometen los expedientes y juzgan por fin la corrupción.
El juego de identidades es mucho más rico que lo que con simpleza unidimensional sostiene el nacionalista. Es sobre todo una lucha por ser reconocidos como iguales. Una lucha que, como en un juego de espejos, cambia en su transcurso tanto la percepción del sujeto reivindicativo como la de quienes le rodean con la mirada. Cambia, en fin, la auto-percepción del conjunto del cuerpo social que enmarca cada confrontación. Y esta naturaleza dialéctica podría explicar por qué cuanto más orgullosos están de sí mismos los nacionalistas periféricos menos espacio nos queda para planificar un proyecto político común y democrático.
Se va abriendo un claro. El patriotismo constitucional se referirá a la identidad nacional que, a fuerza de ir desprendiéndose de los rasgos más particularistas que friccionaban con razonables proyectos vitales de los conciudadanos, se ha venido a denominar (aunque pueda llevar a engaño) “identidad posnacional”. En definitiva, es una identidad mínima pero sustancial, compuesta a su vez de infinitas potenciales identidades razonables superpuestas entre sí (dan ganas de decir que tantas como perspectivas hay de concebir un mismo referente -40 millones de perspectivas en España conforman la auto-compresión de los españoles-) y que, por tanto, es compatible con el pluralismo y la tolerancia. Porque todos podemos encajar, será una identidad idónea para legitimar el poder político en democracia.
Sin embargo, aunque ciertamente nos estemos refiriendo a una identidad concreta y encarnada en valores que, para anclarse sobre los principios universales del constitucionalismo liberal, va haciendo abstracciones y limando asperezas, no parece muy útil dar cuenta de esa identidad de ninguna forma taxativa ni excesivamente normativa: describir la identidad es objetivar algo cuya naturaleza es inaprehensible. Del mismo modo que, pongamos por caso, vemos ahora mal fumar en un bar o en un avión, múltiples cosas que apenas nos molestan, o que no percibimos como restricciones, mañana nos parecerán inconcebibles. Cada uno de nosotros, mediante nuestras interacciones sociales, vamos reproduciendo y reinterpretando en el tiempo una tradición que, por tanto, se va reproduciendo y reinterpretando fluidamente.
La mayoría de las veces la reproduciremos sin intención, respondiendo simplemente a expectativas convencionales, a lo que se espera de nosotros; otras veces, cuando nos hacemos conscientes de algún turbio legado, ‘aprenderemos’ y la proseguiremos de forma consciente y reflexiva. En este segundo caso, las regulaciones y las políticas públicas nos ayudarán a encauzar los cambios que estimemos apropiados (prohibiremos, por ejemplo, fumar en los bares). Esta reapropiación consciente fue la esencia del patriotismo constitucional alemán: la autoafirmación pluralista de una comunidad que, tras Auschwitz, se hizo consciente de que había llevado su identidad étnica hasta el paroxismo, y que algo debía cambiar. Desgraciadamente, como nos advierte hoy uno de los grandes ideólogos del patriotismo constitucional, Jan-Werner Müller, vuelve a ser posible, gracias a intelectuales como Sloterdijk y, sobre todo, a su discípulo Marc Jongen (líder intelectual de AfD) o el escritor Botho Strauβ, sostener abiertamente en Alemania las más rancias tesis nacionalistas.
Por eso, frente al ‘mal’, que retorna, no nos podemos cansar de advertir que anclar la mirada hacia atrás para confeccionar un molde, arrojándolo ‘hacia delante’ como ‘nuestra identidad’, tiene el peligro de enclaustrar la libertad de los sujetos.
El ‘patriotismo constitucional’ es política, no nacionalismo
Como se ha dicho, la realidad desmiente cualquier intento de congelarla. Si una parte de la sociedad se percibe formalmente incluida pero materialmente cada vez más desposeída, podría radicalizarse el enfrentamiento del “nosotros” vs. “ellos” hasta producirse una crisis de legitimidad del sistema, capaz de arrastrar cualquier cultura (o identidad) política compartida que valga. De ahí que, mientas se tenga en pie, el patriotismo constitucional no es más que el resultado de un constante proceso reflexivo de inclusión, reacción y reinterpretación de expectativas y necesidades. Es la identidad política que surge como resultado de incesantes luchas políticas no patológicas.
Algo sólo aparentemente similar ocurrirá cuando una parte de la sociedad empieza a conferir mucha más fuerza identificativa a un “nosotros” subestatal y territorialmente concentrado (una minoría que, por ejemplo, pretenda hablar en nombre de toda una entidad administrativa), que pugna, contra el Estado democrático al que pertenece, por obtener su propia soberanía. A diferencia del primer caso (legítima lucha política de desposeídos contra ricos), esta vez se prescindirá de toda justificación democrática y, patológicamente, empezará a tratarse al adversario como enemigo, como extranjero, como no compartiendo ese mismo campo de juego donde los conciudadanos luchamos por recomponer con justicia nuestra relación de derechos y obligaciones.
Esto último es lo que está forzando el nacionalismo. La política queda fagocitada por la esencia de lo político. O, más prosaicamente: las múltiples luchas políticas que normalmente se producen entre variables “nosotros” vs. “ellos” quedan ocultas tras un firme y unívoco “nosotros” (prietas las filas) vs. “los otros” (caracterizados éstos con especial perfidia, pues se trata de un “los otros” que no es tal, sino que se aspira a crearlo en las conciencias de los propios; para lo cual se empeñará alguna élite en crear y subrayar con saña una aparente diferencia insalvable).
Y así, empantanados en luchas intestinas, los españoles llevamos décadas sin controlar a nuestros gobiernos; llevamos años sin discutir de política en serio, mientras se multiplicaba la corrupción y se construía Europa a nuestras espaldas. Y este mal nuestro no tiene fácil solución, pues el nacionalismo juega con una carta de triunfo: basta escoger un rasgo diacrítico mayoritario y ponerse luego a construir sentimiento nacional. Conformado un “nosotros” donde existe un rasgo repetido (dentro de una frontera administrativa como la catalana, una lengua que usa el 36,3% de la población, según los últimos datos de la Generalitat), será luego cosa de echar mano de la educación, el ocultamiento público del disidente, la operatividad de sesgos cognitivos y la consecución de conversiones, espoleado todo con políticas antiliberales. Vaya, que donde se determine un “nosotros” acabará apareciendo un sentimiento de pertenencia a nada que alguien se empeñe un poco. Los humanos nos prestamos fácilmente a ello: no resultará difícil observar (entre amigos, entre compañeros de trabajo, etcétera) cómo rige socialmente la ley de polarización que opera dividiendo grupos (cada uno de los cuales se va haciendo más compacto e impenetrable) que, en principio, fueron circunstancialmente constituidos.
Llegados a este punto, confrontemos al patriotismo constitucional con el nacionalismo para delinear mejor su alcance. Aunque el nacionalismo se puso al servicio del Estado democrático durante la mayor parte del siglo XIX, de 1870 a 1950 pasará, como revela Eric J. Hobsbawm, a ser el proyecto regional de “naciones en potencia” que se enfrentan a los Estados democráticos ya constituidos, sosteniéndose sobre la “etnicidad y la lengua”, y mostrando “un marcado desplazamiento hacia la derecha política de la nación y la bandera, para el cual se inventó el término ‘nacionalismo’”. Y ya con la tercera ola (desde 1970) serán absolutamente patentes las “reacciones de debilidad y miedo” como intentos por oponerse a la modernidad y levantar barreras a los propios mercados laborales. Pues bien, donde la identidad nacionalista es excluyente y busca romper el Estado democrático, el patriotismo constitucional se hará cargo del pluralismo interno y será tolerante e inclusivo.
El valor práctico del patriotismo constitucional: legitimación política y herramienta crítica
Vamos desembocando ya en la fuerza y valor práctico del concepto. La existencia de patriotismo constitucional es clave para llenar un hueco: la eficacia constitucional. El poder político, que desarrolla la ley y ejecuta las normas que nos hemos dado, no quedará legitimado y el derecho será papel mojado, incapaz de institucionalizar el conflicto y mantener la paz social, allí donde no haya cierto patriotismo constitucional. ¿Implica esto que debemos reconstruir la nación en sentido histórico u ontológico? Esperemos que no: a muchos no nos gusta oírlo. ¿Implica que hace falta una mínima identidad aproblemáticamente compartida para legitimar un proyecto político? Desde luego. Pero, sobre todo, implica que el patriotismo constitucional, identidad propia de una democracia bien avenida, requiere de una reinterpretación histórica del «nosotros» que haga justicia a las contingentes fronteras del demos y al natural pluralismo interno, derivado de la libertad que tiene cada sujeto de emprender su proyecto vital.
Por lo mismo, como el pluralismo nos previene de objetivar y proyectar cualquier tipo de identidad ‘hacia delante’, concluiremos que el concepto de ‘patriotismo constitucional’ servirá mejor a su propia causa como patrón de crítica de los proyectos políticos excluyentes, aquellos que no se compaginan ni siquiera con el llamado “coto vedado”, configurado por los más elementales derechos fundamentales. Es el caso, claro, de los proyectos nacionalistas, cuya esencia radica en justificar unas nuevas fronteras en virtud de los rasgos étnicos de sus habitantes, a quienes presupondrán una homogeneidad cultural insuperable que no sólo es perversa por falsa, sino porque ahoga la potencia individual que pretende salvaguardar la democracia.
Para nuestro patriotismo constitucional: reflexiones finales como punto de partida
Se ha dicho que el patriotismo constitucional es una identidad colectiva concreta que se puede pensar y que contiene cierta sustancia: se refiere a cómo nos vemos y cómo nos querríamos ver como sujeto político democráticamente organizado. Y se ha acabo advirtiendo que, fruto de la democracia, es un concepto más útil como negación (herramienta crítica) que como plantilla cerrada para la autoafirmación. Pero hay algo que debe quedar claro: que los ciudadanos acepten “someterse” al poder es la clave de la política democrática. Y esto, por más que cantemos las bondades del ciudadano cosmopolita y de la deliberación, implica tener en cuenta el peso de la auto-comprensión colectiva. Resulta evidente que en España, por más que la soberanía resida en todos los españoles, tenemos un problema de legitimación del poder político que dificulta el cumplimiento de la ley en algunas regiones. De ahí la necesidad de recomponer nuestro patriotismo constitucional. ¿Cómo? Difícil pero nodal cuestión.
En primer lugar, debemos ir asentando un proyecto político cada vez más inclusivo y transparente, que se acompañe de una economía más competitiva y que ofrezca opciones laborales, con instituciones limpias de corrupción que reconquisten la confianza ciudadana. Quizás deberíamos plantearnos el acceso a una renta básica de ciudadanía para consagrar la paz social, arrostrando así el fin de la ‘sociedad de pleno empleo’ en el que probablemente ya nos encontramos. Y para todo ello habrá que aquilatar bien nuestros defectos, tantas veces exagerados, y mirar los estudios que nos brindan cada vez con más rigor una radiografía de nuestro cuerpo social.
Sólo así podremos pergeñar políticas públicas razonables y factibles, así como crear indicadores que nos permitan evaluar el éxito o fracaso de cada una. Mostrarnos que somos capaces de darnos objetivos acertados y corroborar que en algún grado los vamos cumpliendo nos devolverá una imagen no derrotista de nosotros mismos; y nos animará a proyectar metas aún más ambiciosas. Valoraremos a quienes hacen por cumplirlas y señalaremos a quienes ponen piedras en el camino. Pero todos serán nuestros conciudadanos.
En segundo lugar, habrá que defender los derechos de los hablantes de nuestra lengua común allí donde son atacados. No solamente porque se les está arrebatando un derecho y se les está ocultando del foro público, cuando no directamente estigmatizando; también porque esa exclusión del castellano no es más que una barrera de entrada en el mercado laboral para quienes no hablan catalán (sean catalanes o españoles en general).
En tercer lugar, habrá que combatir con razones públicas la idea predemocrática de “derecho histórico” y su sustanciación actual en forma de Cupo y Concierto vasco-navarros: que los ciudadanos de estas autonomías dispongan del doble de financiación per cápita para sus servicios sociales que el resto de los españoles genera agravios insostenibles y democráticamente infundados (la democracia presupone la igualdad política). Si todos somos iguales, Cataluña no podrá reivindicar mejoras fiscales. Ni nadie. Una financiación transparente y justa con cada español acabará con luchas insoportables. Prevengámonos por tanto también de quienes empiezan a hablar del “principio de ordinalidad” para una futura reforma del Estatut porque ése fue precisamente el punto caliente que condujo al TC a pulir el Estatut de 2006 (cf Título VI).
También habrá que empezar a hablar de España, sin solemnidad pero sin vergüenza: lo que de malo tengamos como colectivo es culpa de cada uno de nosotros, pues no existe, como tal, el ente colectivo más que en nuestra relativamente compartida imaginación. Abandonadas las hipótesis racistas antiespañolas, tenemos tanta solución como cualquier otro país. Más vale ser consciente y cambiarlo que mirarse ciegamente al ombligo: si algo podemos decir, a pesar del machacante ataque de nuestros nacionalismos periféricos, es que en absoluto es representativo en España el peor discurso nacionalista (“my country, right or wrong”). Por eso, entre otras características, nuestra auto-comprensión comprenderá, lógico es advertirlo, el recelo hacia el “orgullo patrio”. Esto no será contradictorio ni problemático mientras no sirva para escurrir nuestra contribución a ese proyecto común al que nos embarca la realidad soberana.
Al fin y al cabo, una tal auto-comprensión será necesariamente individualista (¿no es así?) y, por ende, tenderá más a controlar democráticamente al poder y a defender transnacionalmente los derechos humanos que si el nuestro fuese un patriotismo comunitarista (es decir, uno que en lugar de destacar al individuo, destacase a colectivos estancos); pero denunciemos de paso que esto no se valida en quienes, desde cualquier lugar de España, reniegan del orgullo nacional para loar al instante el buen hacer vasco o el “vanguardismo” catalán, y demás supremacismos. En rigor, no deberían caer en tales alabanzas quienes anteponen al individuo a la patria. Se me ocurre que hablar públicamente de nuestro patriotismo constitucional ayudaría a destapar tales hipocresías. Y, lógicamente, tampoco vendría mal estudiar una asignatura común de Historia en los colegios, donde, por cierto, se debería aprender menos sobre el terruño y más de China, Estados Unidos o Japón. Además de la España “plural” (obvio, como todas las sociedades), y Europa.
Por último, puesto que la deliberación pública suele ser más deudora de las connotaciones que del fondo de las buenas razones, habrá que arrebatar la etiqueta de “izquierda” y de “progresista” a todo lo que fagocite lo común, fragmente derechos, distorsione la convivencia en pos de proyectos excluyentes de construcción nacional, e introduzca dinámicas centrífugas que rompan la comunidad de justicia con la que se identifica cualquier Estado no enfermo.
Mikel Arteta (1985) es licenciado en Derecho y en Ciencias políticas y de la Administración. Es doctor en Filosofía moral y política por la Universidad de Valencia, con una tesis sobre el concepto de “constitucionalización cosmopolita del Derecho internacional” en la obra de J. Habermas. Actualmente trabaja como asistente técnico europarlamentario. Ha publicado varias colaboraciones en prensa, además de en revistas como Claves de Razón Práctica o Grandplace. Escribe asiduamente en su blog Escritos esquinados de Fronterad.